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Memorias de África

Abdullah Ibrahim hechiza al público del Jazzaldia en un programa doble completado por el vocalista Gregory Porter

Abdullah Ibrahim toca el piano en el Jazzaldia de San Sebastian.
Abdullah Ibrahim toca el piano en el Jazzaldia de San Sebastian.JAVIER HERNÁNDEZ

El concierto de Abdullah Ibrahim anoche en la clausura del 52 Heineken Jazzaldia era, muy probablemente, el más esperado de esta edición por los aficionados al jazz más especializados. Aunque en el programa del festival no se hacía ninguna mención al respecto, el propósito de la actual gira del pianista sudafricano es homenajear a los Jazz Epistles, uno de los grupos más importantes de la historia del jazz sudafricano.

Estos se formaron en 1959 cuando un trompetista de 20 años llamado Hugh Masekela viajó de Johannesburgo a Ciudad del Cabo para conocer al joven Ibrahim, que por entonces aún se hacía llamar Dollar Brand. Junto al influyente Kippie Moeketsi, Jonas Gwangwa, Masekela y otros músicos locales, Ibrahim pasó a formar parte de los Jazz Epistles, un grupo que se convirtió inmediatamente en leyenda, grabando un único disco en 1960 (del que sólo se prensaron 500 copias), que aún hoy se considera un auténtico santo grial del jazz sudafricano. El álbum fue enterrado por el Apartheid y los músicos perseguidos: el jazz representaba la libertad y confluencia racial que aquel régimen buscaba erradicar. Afortunadamente, no pasó mucho tiempo hasta que Duke Ellington descubriera y promocionara al portentoso pianista, que, al igual que Masekela, consiguió forjar rápidamente una carrera exiliado de su país.

Ibrahim y Masekela se han mantenido las casi seis décadas que separan a los Jazz Epistles de nuestros días haciendo músicas muy diferentes —no han tocado juntos prácticamente nunca en todo este tiempo—, y por eso resultaba tan trascendente su decisión de reunirse en el ocaso de sus vidas para reivindicar la memoria de aquellos turbulentos años, y del grupo que sentó las bases del jazz en un territorio tan hostil. Cuando el trompetista se lesionó el brazo en abril de este año, Terence Blanchard fue elegido para cubrir su puesto, dotando al homenaje de un plus de calidad instrumental y manteniendo la hoja de ruta de la gira, aunque esta hubiera perdido parte de su sentido sin Masekela.

En San Sebastián, como es habitual en sus recitales, Ibrahim abrió con una larga pieza a piano solo en la que, a pesar de sus 82 años, mostró que sigue siendo el emisario inconfundible de aquel piano africano que conquistó a Ellington a primeros de los 60. Esta introducción y otros dos largos pasajes en solitario fueron lo más estremecedor del concierto, con el pianista pasando de lo tenebroso a lo crepuscular, modelando delicadamente la armonía en un alarde de personalidad inconfundible. Abdullah Ibrahim solo hay uno.

En el otro extremo, lo más interesante de escuchar a un trompetista como Blanchard en este proyecto fue sin duda el poner frente a frente la herencia africana del pianista con la raíz original del jazz de Nueva Orleans, convenientemente actualizada por el trompetista. Este no doblegó su estilo, encajándolo en el vaivén melancólico de las composiciones de Ibrahim con maestría y buen gusto, mostrando la extraordinaria capacidad solista que se esperaba de él y haciendo del proyecto algo diferente e intercontinental. Blanchard ejerció como un solista más con humildad, solemnemente integrado en la línea frontal del grupo Ekaya, cuyos miembros brillaron de uno en uno improvisando de forma muy democrática.

El espíritu de los Jazz Epistles nos visitó anoche con Ibrahim, una eminencia africana que hace suya la historia de su pueblo, transformándola en música de enorme belleza en la que Sudáfrica y el pianista se vuelven una sola voz. El sobrecogedor bis, introducido en trío de piano, chelo y flauta, antes de incorporar al resto de la banda, fue sin duda la pieza más bella que se ha escuchado en toda esta edición del festival.

Justo después, el popular Gregory Porter regresó al festival por tercera vez con su habitual sofisticación. Desde el Holding On con el que abrió pudimos comprobar que el cantante sigue creciendo, representando toda una estirpe de vocalistas afroamericanos dentro y fuera del jazz: de Johnny Hartman a Donny Hathaway, de Harry Belafonte a Bill Withers, Porter es jazz, es soul y es pop; todo en uno, sin doblegarse a giros estilísticos incoherentes y requerimientos comerciales.

En directo, su propuesta transmite esa pureza de intenciones, y nos muestra a un artista genuino: cantando el Take Me To The Alley que da título a su último disco suena tan clásico como moderno, y lo hace sin artificios. Todo en San Sebastián funcionó con una de esas perfecciones que no exasperan, en un concierto sin fisuras que se apoyó completamente en la imponente figura del líder.

El saxofonista Tivon Pennicott tuvo algunos solos muy finos pero, en el fondo, intrascendentes: todo lo que no era Porter eran descansos y tiempos muertos hasta la vuelta de su voz. Esto sin desmerecer al grupo, que estuvo perfecto en su labor de sostener las canciones del jefe, con una inteligente disposición de piano y hammond complementándose el uno al otro.

Como un ministro dirigiéndose a su parroquia, el vocalista aprovechó una pequeña incursión de lluvia donostiarra durante No Love Dying para lanzar un Liquid Spirit que ardió entre palmas y vítores. Después, Consequence Of Love, una versión de Papa Was A Rollin’ Stone encadenada con Musical Genocide —cita de Nature Boy incluida—, un íntimo Don't Be A Fool y un homenaje a Nat King Cole en forma de (I Love You) For Sentimental Reasons, que se habría beneficiado mucho del acompañamiento de un pianista algo más carismático que Chip Crawford. Y así hasta cerrar un concierto digno de un valor seguro como Porter: sin sorpresas, pero también sin disgustos.

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