Leonor Machado, hija y sobrina de poetas
Presidió la Fundación Antonio Machado y mantuvo vivo el recuerdo de la familia
En los últimos años solía contar que el día que nació, casi un siglo atrás, tardó en respirar, así que pensaron que estaba muerta. La apartaron sobre un mueble de la casa para velarla. Pero una tía suya que había ayudado en el parto quiso bautizarla post mortem allí mismo, seguramente para evitar el limbo, y al echarle el agua por encima la niña arrancó a llorar con fuerza. No estaba muerta. ¡Y qué vida tuvo después de eso! Leonor Machado Martínez, hija y sobrina de los poetas Machado, testigo del exilio y memoria de una familia, murió este 19 de junio a los 92 años por insuficiencia respiratoria en su casa del barrio madrileño de Chamberí.
Sentada muy tiesa en un sillón de esa casa, Leonor —que recibió ese nombre en homenaje a Leonor Izquierdo, la adolescente que fue el gran amor de Antonio Machado— relataba a los demás sus recuerdos en primera persona de un pasado que se lee en los libros de historia. Antonio y Manuel Machado no tuvieron hijos pero sí seis sobrinas: las tres hijas de José y las tres de Francisco, el hermano pequeño, director de Prisiones y también poeta, el padre de Leonor. Cuando la Guerra Civil estalló y la República envió a Antonio Machado a Rocafort (Valencia) para protegerlo, él exigió llevar consigo a la familia. Allí, encerrados en una casa en medio del campo por su propio bien, pasaron año y medio las seis niñas, sus padres y madres, sus tíos y la abuela Ana.
Después, el exilio precipitado a Francia. La separación de la familia en medio del caos de la frontera. Y Leonor, que unos meses después —tras morir Antonio en Colliure—, a los 15 años, sola, logró cruzar de nuevo la frontera de vuelta a España y reencontrarse con sus padres. Leonor, que ya en pleno franquismo se casó, trabajó como empleada de banca, tuvo un hijo —y tendría tres nietos y siete biznietos—, entró en la democracia, enviudó y pasó muchos años, ya jubilada, llevando por toda España el recuerdo de los Machado y asumiendo, junto a sus compañeras inseparables, su hermana Mercedes (fallecida en 1991) y su prima Eulalia (que murió en 2011), la representación del legado de sus tíos. Presidía aún hoy la Fundación Antonio Machado y la red de ciudades machadianas.
Se parecía mucho a su padrino, el tío Antonio, cuando apretaba con suavidad la boca y bajaba los párpados, como mirando hacia dentro; pero casi siempre los tenía abiertos, muy azules, mirando fijamente a quien tenía enfrente. Recordaba la belleza de las manos de su madre, pianista; la infancia con sus hermanas y sus primas (Carmen, hija de José Machado, reside en Chile y es ahora la última sobrina viva de los poetas). Recitaba con memoria portentosa los versos de los Machado. Con sonrisa y mirada de pilla, coqueta hasta el último día, llevaba sin falta horquillas de colores o elegantes pañuelos al cuello. Tenía un sentido del humor finísimo, una inteligencia y una gracia que no olvidaré.
Pocas semanas antes de morir, alguien leyó junto a ella, una vez más, el poema que su padre, Francisco Machado —defensor entusiasta de la idea de Concepción Arenal: “odia el delito, compadece al delincuente”—, escribió sobre la dureza de la vida en prisión. Ella hizo lo que hacía siempre: engancharse en el segundo verso, recitarlo de memoria hasta el final: “…Hay una luz redonda en la plaza desierta, el reloj de la cárcel con su campana vieja…” Y terminar afirmando: “Qué bonito, ¿verdad?”.
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