Mi primer Sant Jordi
El escritor describe su primera experiencia, "un poco fantasmal", como autor en la fiesta del libro

Para los escritores locales, Sant Jordi empieza tres o cuatro días antes. Para cuando los foranos dejamos las maletas, los de Barcelona nos llevan siete fiestas de ventaja. Llegamos justo a tiempo a las de la víspera. Nos ensartan una rosa en el ojal, nos sirven una copa de cava y nos ponen en marcha. ¿Es tu primer Sant Jordi?, preguntan. Como escritor, sí, respondes, solo para que no te expliquen otra vez lo hermoso que es el día. Porque sabes, como paseante, que Sant Jordi da dolor de pies y te hace sentir parte de una masa serpenteante que se contrae y se desborda por todas las avenidas. No sabes qué será como escritor, pero temes lo peor: horas sentado con un boli en las manos sin usarlo y la mirada conmiserativa de un pueblo cargado de rosas y de libros que no has escrito tú.
Así que, en la víspera, te prometes ser bueno, tomarte esa copa de cava y retirarte al hotel para afrontar descansado todas las decepciones que te esperan, pero no lo consigues, y acabas de madrugada, varias copas después, buscando un taxi y calculando cuántas horas podrás dormir antes de que empiece todo. Pocas. Mejor no contarlas.
Sant Jordi es ver ociosa a la gran (en tantos sentidos) Siri Hustvedt, sin que nadie le reclame una firma, mientras Pilar Rahola, a su lado, provoca disturbios con las masas que ansían su autógrafo. Sant Jordi es consolarse pensando que uno es más Siri Hustvedt que Pilar Rahola. Sant Jordi, para un escritor, es consolarse.
Mi Pilar Rahola se llama Màxim Huerta. Y Elsa Punset. A contemplar sus filas me dedico mientras jugueteo con el bolígrafo, preguntándome qué pinto en esa mesa tan larga, añorando la firma anterior, donde tenía otros amiguitos escritores con los que nos podíamos reír de todo esto. Echo de menos a mi querido Álvaro Colomer, con quien comparto una hora bien grata, espalda con espalda con Guillermo Arriaga, que impone con su cuerpo casi tanto como fascina con su mirada dulce, todo paradoja, fiereza y sonrisa. Por megafonía repiten mi nombre y glosan mi biografía, mis premios, el inconmensurable valor de mis libros, pero el público, como es lógico, prefiere esperar a que Elsa Punset se quede libre.
Por suerte, mi editorial me invita a una comida. Y en la comida bebo mucho. Y al beber mucho, debo ir al baño, y en el baño me encuentro con Javier Cercas, y nos abrazamos, y charlamos de historias y literaturas y fascismos y no fascismos, y esa conversación en el urinario, que se prolonga más allá de cualquier decoro, acaba siendo lo más genuinamente literario de un día un poco lisérgico y un poco fantasmal.
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