El último vía crucis de Stefan Zweig
Maria Schrader traza un arriesgado y sorprendente retrato del autor en los últimos años de diáspora fuera de Europa
Hubo un tiempo en el que Stefan Zweig creía saber cuál era su lugar en el mundo. Pero aquella fortaleza encantada de Viena a principios del XX, donde habitaban en alegre compañía el arte, la música, el psicoanálisis en pañales y una fornida república de las letras repartida por los escaños de sus cafés, se le derrumbó no solo una, sino dos veces. Entonces comenzó una diáspora incierta, primero por París, Londres; después por Estados Unidos y América Latina.
Y es ahí, en Brasil, donde Maria Schrader comienza a meter la cámara para narrar todo un azorado crepúsculo. Una procesión en la que el autor de El mundo de ayer, desnortado, perdido, derrotado, deambula antes del fin en cada asombroso plano de Stefan Zweig: adiós a Europa.
Para quedar a su altura, la cineasta tuvo que escarbar en la forma: “A gran autor, gran planteamiento. No queríamos caer en un simple biopic. Pero la propia falta de medios y las escasas localizaciones nos proporcionaron, curiosamente, una tremenda libertad”, afirma la directora.
“Parece un espejo del presente. Y su diagnóstico en temas como el nacionalismo como mal, más que válida. Su casa era una geografía espiritual, ante todo”
Desde el minuto uno, el espectador comprueba que va a tener que adentrarse en una propuesta narrativa inusual, nada manida. Un filme de riesgo en el que prima lo documental y el testimonio trágico con una verdad poco común: la que conduce a él y a su esposa Lotte (Charlotte Elisabeth Altmann) hasta las cápsulas de cianuro que se tomarán en Petrópolis (Brasil), en 1942.
Lo han despojado, humillado, desterrado. América lo recibe con honores. El Pen Club lo reivindica en Buenos Aires. Él, pacifista y confiado en que la razón regrese a derrotar el monstruo, se niega a condenar. Lo hará en las clarividentes páginas de sus memorias, El mundo de ayer: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos, las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”, escribe.
Lo deja sobre el papel, pero no lo lanza al aire en discursos ni condenas: “No pudo distanciarse de lo que ocurría en Europa. Fue delicado, amable y no quiso apenas verbalizar en público y fuera de su mundo lo que dejaba tras de sí, su visión pacifista radical, le obligaba a renunciar a un ataque con lo que más apreciaba: la palabra”, comenta Schroeder.
Esa, para algunos, sorprendente equidistancia, se plantea de inicio en la película. “Pero él sufría más que nadie las consecuencias de su propio exilio”, comenta Schrader. A lo largo de la obra, Josef Hader, su protagonista, transmite esa angustia contenida: tanto cuando lo agasajan, como cuando mantiene el tipo ante las notas descalabradas de un Danubio azul desharrapado en mitad del trópico…
Su falta de brújula es hoy la nuestra. “Parece un espejo del presente. Me lo preguntan por todas partes. Las razones son evidentes. Y su diagnóstico en temas como el nacionalismo como mal, más que válida. Su casa era una geografía espiritual, ante todo”. Y América del Sur como meca mestiza, le fascinó. Aunque se viera sin fuerzas para reinventarse allí, como deja claro en su nota final, previa al suicidio. En ese testamento luminoso y crudo que justifica el adiós.
No pudo librarse de esa sombra que fija al final de sus memorias: “Pero toda sombra, al fin y al cabo, es hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad”.
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