Dios en el taller literario
El error de la Iglesia ha sido dejar la asignatura de Religión en manos de la Conferencia Episcopal en lugar de confiársela al Museo del Prado
Imaginemos un ejercicio de redacción en un taller literario. En la mejor tradición del Oulipo, el ejercicio tiene un pie forzado: escribir un relato cuyo protagonista cree que su padre es Dios. Sabemos que eso lo creen todo los niños, pero en este caso el personaje no tiene tres años sino 33. El nivel de los trabajos es tan alto que el profesor decide publicar los cuatro mejores, redactados por alumnos a los que llamaremos Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Cada relato tiene sus virtudes, pero el segundo se convierte pronto en el favorito de los intelectuales. Tanto que un alumno del taller de música –al que llamaremos Juan Sebastián para distinguirlo del Juan narrador- se lanza a componer una pieza basada en esa versión. También un alumno italiano del taller de audiovisuales –Pier Paolo- lo utiliza como base de un largo -en blanco y negro- para el que recluta a actores cejijuntos, a su madre y a un paisano al que le ofrece el papel de Felipe, uno de los 12 íntimos del protagonista. Ese compatriota se llama Giorgio Agamben y, con el tiempo, publicará sus propios libros con títulos como El Reino y la Gloria o Pilato y Jesús.
Si Agamben ha analizado el origen teológico de nuestras estructuras políticas y económicas, ¿por qué no leer los Evangelios como un ejercicio literario a ocho manos? No en vano, la Biblia, que ha vendido seis mil millones de ejemplares en los dos últimos siglos, sigue sirviendo de inspiración a casi todos los escritores de best sellers y a muchos que no lo son: de Emmanuel Carrère (El Reino) a J.M.Coetzee (Los días de Jesús en la escuela) pasando por Erri de Luca (Penúltimas noticias acerca de Yeshua/Jesús), Amos Oz (Judas), Martín Garzo (No hay amor en la muerte) o el gamberro y cervantino Eduardo Mendoza (El asombroso viaje de Pomponio Flato).
Lo curioso es que los artistas plásticos hayan abandonado esa veta: prefieren la abstracción (más espiritual) o la provocación (anti-institucional). En Ante el dolor de los demás (Alfaguara), un ensayo que, entre otras cosas, rastrea la huella de iconos como la pietà en las fotos publicadas por los periódicos, Susan Sontag pone un buen ejemplo de ese abandono. Cuando la historiadora Barbara Duden impartió clases en EEUU sobre la representación del cuerpo, ninguno de sus alumnos fue capaz de identificar ni una sola de las imágenes “canónicas” de la flagelación. “Creo que es una imagen religiosa”, aventuró uno de ellos. Puede que a los santos les esté pasando lo mismo que a los mitos griegos y, alejados de la vida cotidiana, se hayan convertido en materia de estudio. El error de la Iglesia ha sido dejar la asignatura de Religión en manos de la Conferencia Episcopal en lugar de confiársela al Museo del Prado. ¿Por qué? Porque El Greco es más elocuente que Rouco. Mark Twain decía que la guerra es la forma que tiene Dios de enseñarles geografía a los estadounidenses. Tal vez la Semana Santa sea la única que tiene de enseñar iconografía a los españoles.
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