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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Movida madrileña: poco heroísmo y mucho hedonismo

Frente al estigma conservador y la nueva saña de los fiscales de la cultura de la Transición, se publica el libro 'La mala fama'

Diego A. Manrique

Desde hace unos años, la llamada Movida ha vuelto a ser campo de batalla. Ya lo fue cuando el PP conquistó el poder y aplicó su lanzallamas; inolvidable aquel dictamen de Álvarez del Manzano: “nada, de la movida no ha quedado nada”. Ahora el tiroteo viene del otro extremo: los fiscales de la CT (Cultura de la Transición) se aplican al vituperio con idéntica saña.

En ambos casos, el nivel argumental es bajo. El entonces alcalde de Madrid aseguraba no recordar “un solo libro, un solo cuadro, un solo disco” (al menos, no presumía de haber pisado el Rock-Ola). Hoy, todo vale: recuerdos nebulosos, leyendas urbanas, incluso los pudores. En un libro reciente, supuestamente de crítica musical, las objeciones eran morales: resulta que aquellos movidos se dedicaban al sexo y a las drogas.

¡Caramba! Pues va a ser verdad. Sale ahora La mala fama (Editorial Berenice), donde Germán Pose reconstruye los asombrosos monólogos de 16 protagonistas de los ochenta. Una memoria oral que ratifica que se fornicaba mucho y se tomaba de todo.

Se trata de una formidable panorámica generacional. Pose ha evitado a esas primeras figuras de cuyas andanzas tenemos cumplida noticia. Su selección está escorada hacía el clan del cuero negro; en general, son peatones de la movida que comparten antipatía por los ganadores (abundantes recriminaciones a Almodóvar) y suspiran por los caídos (Antonio Vega, Antonio Flores).

Algunos, es cierto, estuvieron en el machito. Tesa Arranz conoció brevemente el estrellato, como animadora de los Zombies. Fernando Estrella, del grupo Peor Impossible, reinó en las barras de locales de moda y cuidó de famosos en pisos francos de camellos. May Paredes fue cortejada por un rock star estadounidense que consiguió que abrieran el Museo del Louvre para una visita privada; no se sintió impresionada y, muy madrileña, se quejó de que allí no se permitiera fumar.

Los personajes que desfilan por este libro han vivido. Han vivido mucho, han vivido duro. Son gladiadores, gente brava que no esperó a que los padres de la patria detallaran las libertades: se las tomaron, sin pedir permiso. Irrumpieron cuando el país estaba noqueado por amenazas de golpe de estado y cotidianos actos de terror; aprovecharon el desconcierto social y la dedicación de la Policía a otros menesteres.

Si algo tienen en común es la habilidad para seguir una vocación, para establecer un modus vivendi, para dejarse arrastrar por el frenesí del momento: cuenta Manolo UVI que iba para futbolista cuando escuchó a los Sex Pistols por la radio. Las únicas referencias políticas vienen de Carlos García-Alix, activista que conoció la cárcel.

Aparte del testimonio del cura Enrique de Castro, en La mala fama hay poco heroísmo y sí mucho hedonismo. Abundan las cabras locas, una descripción que se repite en más de un soliloquio. A la larga, demostraron extraordinaria capacidad de adaptación: uno de los entrevistados, pinchadiscos, termina ingresando –esto va a encantar a los inquisidores de la CT- en la Guardia Civil. Lo avisaron los veteranos: “en peores garitas haremos guardia”.

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