El paraíso de los pintores primitivistas de Solentiname
Viaje al archipiélago de Solentiname, en Nicaragua, donde el poeta Ernesto Cardenal creó una utopía artística
La isla La Venada, en el archipiélago de Solentiname, aparece en el horizonte como un punto verde que flota tranquilo sobre las cálidas aguas del Gran Lago de Nicaragua. Mientras la lancha se acerca al pequeño muelle de la isla se van revelando las casas de madera, pintadas con colores intensos, que son hogar, refugio y talleres de los pintores primitivistas que desde hace más de 40 años pintan los paisajes de este paraíso tropical. Se trata de una comunidad de campesinos convertidos en artistas gracias al descubrimiento del poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, que a finales de la década del sesenta del siglo pasado viajó hasta aquí buscándose a sí mismo y para renovar su fe.
En La Venada, o isla de los pintores, habitan el pintor primitivista Rodolfo Arellano y su esposa, Elba Jiménez, que pertenecen a la primera generación de artistas descubiertos por Cardenal. Antes de la llegada del poeta, Arellano se dedicaba a la agricultora y a la pesca y vivía con su familia en condiciones de vida precarias: la pobreza marcaba el paso. Cuando el campesino descubrió que en su interior se ocultaba el talento de la pintura, su vida cambió por completo. Pronto sabría que su arte era muy cotizado. Desde entonces, dejó la pesca y la agricultura para dedicarse a plasmar en lienzos la vida de Solentiname.
“El padre Cardenal vio que había un talento en Solentiname y dijo que había que continuar lo que habían hecho nuestros ancestros”, cuenta Arellano, de 77 años, en su casa de La Venada, sentado en una esquina al lado de una ventana donde pinta sus paisajes primitivistas, con tres ramas superpuestas usadas como caballete. “El padre vino y trajo a un pintor de Managua que se llama Róger Pérez de la Rocha, quien hizo unos talleres de pintura. Un pariente me dijo que por qué no me integraba a pintar, porque la vida es diferente a estar volando machete. Entonces le dije a mi esposa que vaya ella primero, porque si desatendía los cultivos no sé qué hubiera pasado. A la semana le digo: enséñame lo que estás haciendo. Y trajo un cuadrito que yo miraba bonito”, agrega el pintor.
Ernesto Cardenal compró esos primeros cuadros a los pintores de Solentiname y los instó a seguir pintando. En aquella época el archipiélago no existía para la mayoría de los nicaragüenses, eran unas islas abandonadas en medio de ese lago inmenso, de más de ocho mil kilómetros cuadrados, donde no había hospitales, escuelas, comisarías o alguna presencia del Estado. Para los habitantes del archipiélago la llegada de Cardenal fue un descubrimiento, aunque nunca pensaron que el sacerdote los convertiría en una comunidad mundialmente famosa.
El poeta contó con el apoyo del maestro Róger Pérez de la Rocha, uno de los pintores más aclamados del arte nicaragüense. “Llegué a Solentiname a raíz de una crisis nerviosa de juventud”, narra Pérez de la Rocha en su estudio de Managua. “Tuve un intento de suicidio, delirio de persecución, pero me conectaron con Ernesto y él me dio refugio, porque realmente estaba en peligro mi vida. Él me dio hospitalidad. Fue un hecho determinante en mi crecimiento como artista educarme a la sombra de Ernesto Cardenal. Fue mi guía en esos años de juventud”, narra.
Pérez de la Rocha formó talleres de pintura y enseñó a los pintores de Solentiname la técnica. “La filosofía de Ernesto era: día que se trabaja, día que se come. Él enseñó el sentido de la disciplina y del trabajo. Había muchas labores por hacer: desde trabajar al machete o alfabetizar. Por la tarde yo pintaba, me estaba permitido dedicarme a mi pintura. En esas tarde que hacía mi creación llegaban a asomar algunos campesinos y en especial uno, Eduardo Arana. Noté el interés en él. Después me llevó una jícara que él hacía labrada a mano con navaja. Le di lápices de colores y me llevó algunos bocetos, lo que después serían los primeros cuadros primitivistas de Solentiname”, recuerda el pintor.
Cardenal alteró la vida de Solentiname. Era un cura rebelde, que no vestía sotana, que llevaba el cabello alborotada, con una cinta en la frente, que fumaba y comía con los campesinos, que les hacía leer al Ché Guevara, a interpretar el Evangelio sin dogmas impuestos y que no cobraba ni un córdoba (la moneda nicaragüense) por bautizos, comuniones o casamientos, como sí lo hacían otros sacerdotes que visitaban de vez en cuando estas islas.
“No lo entendíamos”, afirma Esperanza Guevara, miembro de una de las primeras familias de pintores del archipiélago y ahora administradora de la llamada Asociación para el Desarrollo de Solentiname, que trabaja por la conservación del archipiélago. “Antes los padres en las misas siempre decían: ‘tienen que rezar mucho, tienen que ser casados, no decir malas palabras, no cigarros, no traguitos, para que cuando ustedes mueran vayan al cielo, porque si no tienen ese tipo de vida, al morir van al infierno’. Todos lo creíamos. Ernesto vino y no dijo nada de eso. Nos dijo: quiero ser como ustedes. Voy a vivir con ustedes. No voy a cobrar. Y así fue”, recuerda Guevara.
El poeta no solo motivó a los campesinos a pintar, a descubrir que la religión no es una prisión para el alma, sino que inoculó en los más jóvenes el espíritu revolucionario. Los “muchachos” de Solentiname (como los llaman con cariño los habitantes de las islas al recordarlos) descubrieron que vivían en un mundo de injusticias y se involucraron en la lucha revolucionaria contra la dictadora somocista. Participaron en actividades clandestinas y acciones violentas contra el somocismo, lo que hizo que el dictador enviara escuadrones de la Guardia Nacional (su brazo armado) a destruir el archipiélago. Varios de aquellos muchachos murieron en la guerra, pero los que sobrevivieron pudieron ver el triunfo de la revolución sandinista y el renacer de Solentiname.
Ernesto Cardenal fue nombrado ministro de Cultura por el gobierno revolucionario y entre sus grandes proyectos fue la reconstrucción de Solentiname y el apoyo a la pintura primitivista.
“En aquellos años de los ochenta que teníamos el ministerio de Cultura, todo turista que venía a Nicaragua se llevaba un cuadro de pintura primitivista, porque era como llevarse el recuerdo del país”, recuerda Luz Marina Acosta, quien ha sido asistente de Cardenal durante casi treinta años. “No son cuadros baratos, los pintores no regalan sus pinturas. Por eso Cardenal les cambió la vida. Pasar de pescar a pintar, tener dinero para comprar el arroz, la sal, comenzar a invertir en tu casita, eso le cambia la vida a la gente, haciendo que pinten, que hagan su arte. Porque son artistas, verdaderos artistas”, afirma Acosta.
Los cuadros primitivistas pueden comprarse directamente a los pintores a precios que van desde los cien dólares para pequeños paisajes, hasta 500 y cinco mil dólares. Representan la belleza de estas tierras, de un verde lleno de vida: flora y fauna salvaje, las aguas del lago, sus habitantes lavando la ropa en las costas, pescando, yendo a misa en la pequeña iglesia de la isla Mancarrón, la más grande del archipiélago, donde Cardenal todavía conserva una cabaña, en la que aún a sus 92 años pasa las vacaciones de Semana Santa, leyendo su célebre El Evangelio de Solentiname entre sus amigos pintores.
Cardenal cambió la vida de los habitantes de Solentiname, pero Solentiname también le cambió la vida a él. “Tuve repentinamente a mitad de mi vida una inesperada conversión a Dios, se me reveló Dios y me enamoré de Dios. Y no quise otra cosa más que vivir a solas con Dios”, recuerda el poeta, quien se entregó a la fe en una orden religiosa de Estados Unidos que lideraba el teólogo y escritor estadounidense Tomas Merton. Cardenal y Merton se hicieron buenos amigos, y cuando el poeta nicaragüense enfermó, Merton le propuso que fundara su propia comunidad religiosa en el buen clima del trópico de Nicaragua.
Cardenal cuenta cómo fue su encuentro con el archipiélago. “Por esos días mi hermano mayor tenía un pequeño yate y pasó por Solentiname. Nadie conocía Solentiname y me recomendó que en ese lugar podía hacer una comunidad, porque era un lugar muy bello, también una tierra muy buena, para hacer una pequeña fundación. Por eso apareció Solentiname en mi vida”. Desde entonces el archipiélago es un enorme taller de arte. Los pintores primitivistas siguen produciendo sus lienzos llenos de vivos colores y la técnica pasa de generación a generación. Ahora, a la par de los primeros pintores, trabaja la tercera generación de primitivistas, entre ellos Jeysell Madrigal, quien vive de sus cuadros y con ellos mantiene a su hija de cinco años. Madrigal asegura que este arte no morirá. “Todo mundo sabe que a través del padre Cardenal se fundó el arte aquí en Solentiname y el arte siempre continúa y no va a caer, porque ahora vienen nuestros hijos. A mí hija le gusta pintar y tiene cinco años”, dice la joven. A un lado descansa un hermoso lienzo que Madrigal espera vender pronto en 1,500 dólares. Eso sí, dice sonriendo con picardía, siempre se puede negociar el precio.
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