El empresario de Coronita lega un icono arquitectónico a su aldea leonesa de 21 habitantes
Alejandro Zaera diseña un edificio sostenible para la nueva sede de la fundación de Antonino Fernández, fallecido en 2016
En La Cantina de Cerezales del Condado (León) solo sirven cerveza Coronita. Es un gesto de Mari Carmen, la dueña del bar, y Maxi, el presidente de la junta vecinal. Están agradecidos por lo que Antonino Fernández (Cerezales del Condado, 1917, México DF, 2016) —el penúltimo dueño de la cervecera mexicana— hizo por su pueblo: de arreglar la carretera a renovar tuberías. Desde ese bar, el único del pueblo, ni se ve ni se intuye el nuevo edificio de la Fundación Cerezales Antonino y Cinia. Una serie de cubiertas de alerce camuflan 2.800 metros cuadrados de espacio expositivo. Es el último proyecto de Alejandro Zaera, que en 1994, con 31 años, obtuvo fama internacional al ganar —con su entonces esposa, Farshid Moussavi— el concurso para construir la terminal del puerto de Yokohama. El exdecano de la Universidad de Princeton ha ideado este nuevo inmueble que actualiza el arquetipo rural con su nueva socia, Maider Llaguno. El edificio sorprende por su vinculación con el pueblo, pero también por ser la antítesis de los diseños paramétricos que consagraron a Zaera. Se trata de un icono anti-icónico que busca camuflarse en un pueblo de 21 habitantes. “No queríamos que fuese un ovni, por eso pensamos que había que hacerlo desaparecer”, explica el arquitecto desde Princeton.
Eso es lo que el visitante percibe hoy. Cubiertas distorsionadas, que sofistican la arquitectura agropecuaria convencional, en las que lo más importante es invisible: el ahorro energético. Con solvencia y sin aspavientos, el edificio continúa el legado que Antonino Fernández quiso dejar a su pueblo. Era policía municipal cuando el tío de su mujer —Pablo Díez que había fundado en México la cervecera Modelo— lo animó a emigrar. Corría 1949 y Antonino y su pareja, Cinia González Díez, se embarcaron rumbo a México.
“Nunca dejó de regresar en verano”, cuenta Rosa Yágüez, presidenta de la Fundación Cerezales e hija de una de sus muchas sobrinas. Desde que se creara en 2009, la fundación ha ocupado la sede de las antiguas escuelas, las que Fernández tuvo que abandonar con 14 años. Por eso quiso recuperarlas, “pero como apenas quedan niños pensó en una fundación”. A la difusión musical, la conservación medioambiental y al arte contemporáneo —de lo más necesario a lo más sublime— se dedica el legado que Fernández cedió a su pueblo en vida.
Geotermia y vanguardia
Ni tiene paneles solares ni está cubierto de vegetación. Alejandro Zaera Polo explica que “algunos arquzitectos han querido parecer sostenibles y otros, serlo”. La FCAYC tiene un equipamiento sofisticado que aprovecha el calor de la tierra. Se trata de 21 pozos geotérmicos –de 80 ó 90 metros de profundidad- que lo acumulan. Sacyr industrial ganó el concurso para construirlos por ofrecer precios muy bajos. “Dijeron que les interesaba asociar su nombre a un edificio así”. Desde la fundación pusieron la condición de que cualquier vecino en un radio de dos kilómetros pudiera conseguir el mismo precio. Hoy un puñado de vecinos, Cristina, Gonzalo, Rosa Mari y Juan Manuel consumen menos energía porque tienen también pozos geotérmicos.
Ese altruismo, sin embargo, está detrás de una de las falsas informaciones que más ha mareado a Cerezales en los últimos meses. Cuando Fernández falleció el pasado agosto, un diario local aventuró que los habitantes del pueblo heredarían 200 millones de euros. La prensa internacional se hizo eco de esa información infundada que provocó la llegada masiva de cartas solicitando asilo y trabajo. “Lo que Antonino Fernández legó al pueblo, en vida, fue esta fundación”, aclara Rosa Yágüez.
Ella y Alfredo Puente —ambos historiadores del arte— son los comisarios. ¿Qué les llevó a construir un edificio de 2.800 metros cuadrados para un pueblo de 21 habitantes? “La voluntad de unir al pueblo con el mundo. La música, los talleres y las exposiciones son gratuitas para todos”, responde Puente.
Tras las cinco cubiertas a dos aguas con la junta interrumpida por un lucernario, una cuadra con tres bueyes y una vaca es un monumento a la testarudez “y una advertencia ante la incompetencia de ciertas leyes”, defiende Puente. Y cuenta que desde la Unión Europa se anima a tener cien vacas “aunque el excedente de leche esté en un limbo político” y se prohíbe mezclar dos cerdos y un caballo. Los bueyes de la fundación son su máquina cortacésped y su fuente de abono. Tenerlos ilustra su vocación de dar batalla al sinsentido que hace que tanta gente se vea obligada a abandonar el campo. “Lo rural ha vuelto a ponerse de moda porque, tras Trump y el Brexit, nos hemos dado cuenta de que ha habido mucha población que ha sido ignorada por nosotros, los urbanos, y que de repente se ha rebelado virulentamente”, sostiene Zaera.
Los talleres para la construcción de cerramientos vegetales —sebes— o los conciertos de jazz ilustran ese cometido de conectar aldea y mundo que se propuso Fernández. Así, no sorprende que la primera exposición en el nuevo edificio explique el trabajo de un exponente del land art, el artista caminante Hamish Fulton.
La relación con el lugar también justifica la fecha de inauguración del nuevo edificio, el 9 de abril, cuando regresen los veraneantes. Y la decisión de no tener ni tienda ni restaurante en la galería. “Se trata de ayudar al pueblo, no de acaparar los servicios”, continúa Puente. Pero más allá de la labor social, lo que llama la atención ante el edificio es el rigor con el que el patronato realizó el encargo. “Teníamos claro que no podíamos gastarnos un tercio del presupuesto manteniendo el edificio, como le sucede al Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León [Musac]”, obra de Tuñón y Mansilla, premiado con el Mies van der Rohe. Y Puente agrega: “La sede de una fundación debe hacerla creíble. Debía ajustarse al presupuesto —3,5 millones— y ser energéticamente ejemplar si quiere actualizar conocimientos que no deberían perderse”.
Babelia
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