‘La La Land’ y el cascarón vacío del jazz
La imagen popular del jazz vuelve a la gran pantalla para ser vulgarizada y banalizada
¿Conocen esas películas, normalmente estadounidenses, en las que pintan a los españoles como una especie de hombre rural, de piel oscura, y amante del flamenco o de los toros como únicos pasatiempos nacionales? Hay muchas, y variadas: desde la mezcla de semana santa sevillana, sanfermines y fallas valencianas de la película Misión Imposible 2 a la Barcelona con mariachis y bailarinas de tango mostrada en la popular serie Como conocí a vuestra madre. No merece la pena enfadarse por esos tópicos nacidos de la ignorancia y el prejuicio, pero no debemos olvidar que es la imagen con la que se nos representa a nivel masivo. Y la verdad, aunque esa desinformación sea comprensible, no tiene tanta gracia cuando le alude a uno.
La visión del jazz que ofrece la ya celebérrima película La La Land es muy similar a ese reflejo deformado, paródico y simplista. No hablamos de la película en sí, de su excelencia fílmica o de sus presuntas cualidades cinematográficas: hablamos de la música. Y habiendo elegido Damien Chazelle el oficio de músico de jazz para su protagonista, como ya hiciera en su anterior película, Whiplash, la imagen popular del jazz vuelve a la gran pantalla para ser vulgarizada y banalizada según los tópicos deslavazados del limitado imaginario de Chazelle.
Es probable que la intención del director sea la contraria; parece evidente que le gusta el jazz o que, al menos, le parece un vehículo estético atractivo que aúna lo cool, lo vintage y lo musicalmente elitista. Culto, pero sin pasarse. Popular, pero con encanto aristocrático. Música que no es para todos y que, en la película de Chazelle, solo se presenta en dos formas antagónicas: pura, genuina, elitista y moribunda, por culpa de una sociedad que no la comprende, y vulgar, comercial y exitosa, es decir, vendida e irreconocible, para que el gran público pueda abrazarla sin comerse demasiado la cabeza.
La música que nos muestra la película de Chazelle es precisamente la que escucharían personajes tan blancos y unidimensionales como los de La La Land. Bueno, al menos el protagonista masculino: a ella no le gusta el jazz, pero enseguida él le explica lo que es, señalando que si no le gusta es porque no lo ha escuchado lo suficiente, o porque, digámoslo abiertamente, no sabe, la pobre. Y él le descifra la esencia del jazz sin esfuerzo, con un cúmulo de insensateces que hacen que el Manual de los Jovenes Castores parezca la Enciclopedia Británica a su lado. Y venga otra ración de elitismo y complejo de superioridad cultural.
El jazz, que lleva décadas quitándose a moscones como Chazelle y su visión musical de pacotilla, es una música completamente opuesta a lo que muestra el director en La La Land. Ni elitista, ni hermética, ni anclada en el pasado, ni sectaria, o no más de lo que cada aficionado, a título personal, quiera. En el jazz cabe casi toda la tradición de música improvisada contemporánea occidental, por eso se fusiona con facilidad y por eso huye de las definiciones. Siempre ha sido más sencillo explicar qué no es el jazz, que qué es.
Por todo esto, poner esa imagen del jazz, como género musical, en la pantalla de una película de éxito tan masivo como La La Land hace que la anécdota, esa divertida reinterpretación boba y plana de una música tan rica y polifacética, no tenga la más mínima gracia. No solo porque es una imagen esperpéntica y falsa, sino porque, además, la música que suena en la película es mala. Es música fea, escrita y diseñada por alguien que tiene un concepto vago y muy superficial del jazz y de la tradición del cine musical. Ni siquiera parece que a Chazelle o al compositor de la música original, su amigo Justin Hurwitz, les guste el jazz. Les gusta, en todo caso, su propia visión licuada, pija, blanca y tópica del jazz, lo cual es perfectamente legítimo, por supuesto, hasta que decides escribir una película en la que el protagonista es un autoerigido defensor del verdadero, auténtico y genuino jazz. Ahí es cuando uno debería mostrar un poco de respeto por el supuesto objeto del homenaje.
Nadie le pide a Chazelle que filme una masterclass sobre jazz o que dé una visión puntillosa y académica sobre esta música. Está bien ofrecer un reflejo que pueda estimular la curiosidad del espectador respecto a un género musical, incluso aunque la exposición del mismo haya de ser deformada ligeramente para que encaje en un plato que pueda degustar el gran público. Hay muchas películas que lo han hecho, y muy bien, no sólo con el jazz: ofrecen una versión para todos los públicos de un género musical, normalmente disgustando al aficionado acérrimo, pero también haciendo que mucha gente se interese por él. El cine lleva descubriendo música al público general desde los años 20 del siglo pasado, no es nada nuevo.
Y si quieren saber de qué va el jazz por medio del cine, vean Alrededor de la Medianoche de Bertrand Tavernier, Mo’ Better Blues de Spike Lee, Bird de Clint Eastwood, Kansas City de Robert Altman, Acordes y Desacuerdos de Woody Allen o Los Fabulosos Baker Boys, de Steve Kloves, por ejemplo. El personaje de Jeff Bridges en esta última es una versión genuina y auténtica del pánfilo que interpreta Ryan Gosling en La La Land, sin elitismos ni dogmas rancios y trasnochados.
Porque el jazz en La La Land es como el cartón de zumo de naranja más barato del supermercado: no importa el aspecto que tenga ni lo que diga el envase, todos sabemos que lo que contiene no es fruta exprimida, precisamente.
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