Política, dogmas y prejuicios
El autor relata en sus memorias los primeros años de la Transición, cuando la Ley para la Reforma Política sentó las bases de la democracia en España
La sociedad española de 1976 era muy distinta de la de la década de los treinta. La inmensa mayoría del pueblo español, mejoradas sus condiciones de vida, anhelante de una convivencia armónica y pacífica, recelosa ante los riesgos de un futuro incierto, respaldó la operación de cambio sin traumas que se le propuso.
No faltaban minorías extremistas contrarias a cualquier transformación real o adversas a cualquier cambio que no supusiera la inversión de los resultados de la Guerra Civil. Y no faltaban en esas minorías quienes estaban dispuestos a sostener sus posiciones cerradas, incluso desde la violencia más irracional y frente a todo intento de superación reconciliadora. Los mecanismos democráticos se encargaron de poner en evidencia su carácter rigurosamente minoritario.
Pero, según ocurre con frecuencia, involucionistas y revolucionarios, con distintos objetivos últimos, convergen a corto plazo en la creación de factores negativos para la convivencia española. La interdependencia es tal que planifican y maniobran en función de sus respectivas acciones y reacciones, como si operara una tácita colaboración y mutuo condicionamiento, y aprovechan, con notorio desprecio de los intereses comunes, las dificultades objetivas que tiene la conducción de un país, en general, y del nuestro, en particular.
Mucho hemos trabajado por establecer un sistema democrático de convivencia. No puedo dejar de advertir, sin embargo, que, pese a lo que se ha hecho y avanzado en el camino de la reconciliación y la tolerancia, pese al talante general de moderación y entendimiento que ha implantado el centrismo y del que hacen profesión verbal el conjunto de las fuerzas políticas, siguen larvadas en la sociedad española tendencias de radicalización, inicialmente estimuladas bajo el eufemismo de “clarificación” y sostenidas con la permanente acusación de “debilidad” que se dirige contra los intentos de acuerdo y concordia. Líderes de todo calibre y personajillos de cualquier fuste saben bien la facilidad con que los distintos públicos responden a determinadas incitaciones. Y deben saber que esas respuestas van alimentando una dinámica política inconveniente, capaz de invertir el sentido de los esfuerzos realizados, y que, aunque pueda ser circunstancial o electoralmente agradecida, genera riesgos y tensiones de difícil y hasta imposible control.
Nadie podrá quitarnos la íntima satisfacción y seguridad de que en el proceso de Transición conjuramos riesgos preocupantes y atenuamos los extremismos políticos, situando las posibilidades de convivencia española en carriles de racionalidad y entendimiento. No nos lo perdonan los dogmáticos, por mucho que revistan de templanza y moderación sus análisis críticos, tras los que permanecen incólumes posiciones e intereses afirmados en los más rancios fanatismos.
No parece dudoso que las rígidas exigencias de cualquier formulación doctrinal e ideológica resultan hoy necesariamente atemperadas en su confrontación con la realidad de las necesidades y problemas que acucian a los pueblos. Muchos excesos y radicalismos tienden a debilitarse y a ser progresivamente marginados en nuestra realidad social. Pero al dogma le sustituye el prejuicio.
Recuerdo la sagaz observación de Gilbert Keith Chesterton al señalar que la sustitución de la doctrina por el prejuicio propicia una agudización de los dogmatismos, aunque se dejen o se moderen los dogmas: nadie es más dogmático que el que no ya defiende sus ideas, sino que sirve sus prejuicios. Hay muchos ejemplos en la realidad diaria española. Basta abrir cualquier periódico, leer cualquier artículo, escuchar cualquier conversación: para quienes conocemos la verdad de tantas cosas y episodios es desolador comprobar cuántas inexactitudes, medias verdades o falacias se exhiben y propalan, con frívolo desparpajo, al servicio del prejuicio de quien escribe o habla.
Los despachos con el presidente Suárez eran para mí un continuo aprendizaje: no para intentar hacer lo que era propio de sus condiciones y no de las mías, sino para conocerle mejor y tratar de servir, desde mis modos y capacidades, la operación política que él dirigía y en la que tan íntimamente compenetrados estábamos trabajando.
Conocimiento de la realidad, intuición perspicaz, paciencia infinita en el análisis, rapidez de reflejos, dedicación absoluta, firmeza en la orientación y decisión, flexibilidad en la adaptación a las circunstancias, facilidad en aparentes concesiones o retrocesos para asegurar la irreversibilidad de los avances subsiguientes… son todas ellas notas definitorias que imprimió Adolfo Suárez al proceso de Transición.
Yo, que me desenvolvía con más comodidad en otros planos y que operaba con esquemas más rígidos y elaborados, me rendí sin dificultad a la evidencia de su dirección segura y eficaz. Si el hilo de Ariadna hubiera sido rígido —me repetía con frecuencia a mí mismo—, no habría servido a Teseo para salir del Laberinto.
“Reconocido en la declaración programática del Gobierno el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo, hay que conseguir que el pueblo hable cuanto antes”, había dicho Suárez en su mensaje del 10 de septiembre, al presentar el proyecto de ley para la Reforma Política. “Que nadie hable en nombre de un pueblo que no ha hablado; que nadie se arrogue representaciones si no las ha recibido; que termine la confusión y que sea el pueblo español el que arbitre y haga la luz”, dije yo ante las Cortes que aprobaron la citada ley el 18 de noviembre.
La palabra la tenía ya el pueblo, al que se convocó a referéndum para el día 15 de diciembre de 1976. Se celebró, con total normalidad, la consulta popular: el 92,4 % de los votantes (que fueron el 77,4% del censo) dieron su voto afirmativo. La primera fase de la Transición estaba culminada. La Ley para la Reforma Política, pieza clave del proceso, fue sancionada por el Rey el día 4 de enero de 1977 y publicada en el Boletín Oficial del Estado del día 5 siguiente. “Habla, pueblo, habla”, había sido el eslogan central de nuestra campaña. Y el pueblo habló, pronunciando su palabra definitiva sobre el qué y el cómo de la transformación política de España. Una palabra que supuso el inequívoco respaldo popular al planteamiento reformista del Gobierno.
Landelino Lavilla Alsina, exdiputado de UCD y expresidente del Congreso (1979 y 1982), es autor de ‘Una historia para compartir’ (Galaxia Gutenberg), que se acaba de publicar.
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