Muere la actriz Emmanuelle Riva, musa de Alain Resnais y de Michael Haneke
La intérprete, que protagonizó filmes como 'Hiroshima mon amour' y 'Amor', fallece a los 89 años
La actriz Emmanuelle Riva, responsable de una larga y prestigiosa trayectoria en cine y teatro, falleció este viernes en París por complicaciones ligadas al cáncer que padecía desde hace cuatro años. Riva, de 89 años, había sobrellevado esa enfermedad con su habitual pudor y discreción. Entre otros motivos, porque aspiraba a seguir al pie del cañón hasta el final, y no deseaba que nadie la retirara de la circulación antes de tiempo. Lo terminó consiguiendo, porque ha muerto con las botas puestas. Hace solo un par de años, pese a su fragilidad física (no así interpretativa), Riva seguía subida cada noche al escenario del Théâtre de l’Atelier, en el barrio parisino de Montmartre, interpretando una obra de Marguerite Duras. En los últimos meses había rodado tres películas, una de ellas en Islandia, que alternaba con un espectáculo teatral en la Villa Médicis de Roma.
Nacida en 1927 en Cheniménil, en la cordillera de los Vosgos franceses, Riva creció en un entorno humilde. Su padre pintaba carteles comerciales y su madre descendía de ganaderos alsacianos. Alérgica a la grandilocuencia, la actriz odiaba la palabra “vocación”, pero afirmaba haber sentido algo muy parecido por el teatro siendo joven. Predestinada a convertirse en costurera, la joven Paulette —su verdadero nombre, que se cambió por Emmanuelle al convertirse en actriz— decidió marcharse de casa a los 26 años, en dirección a París, sin un franco en el bolsillo y ningún contacto en el oficio.
Dos películas, situadas al principio y al final de su camino, terminarán definiendo su trayectoria. Las dos son obras maestras y llevan la misma palabra en el título: Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais; y Amor (2012), de Michael Haneke. El primero descubrió su rostro en el cartel de una obra de teatro parisina y, seducido por su mirada grave y melancólica, la escogió a ciegas para interpretar a la heroína anónima de su película, con inolvidable guion de Marguerite Duras. Por su parte, Haneke le encargó un personaje crepuscular con el que logró resucitar su carrera, el de la profesora de música octogenaria que agoniza tras un accidente vascular. Ese papel le valió un César, un Bafta y una nominación al Oscar a la mejor actriz.
Tras el éxito de Hiroshima mon amour, Riva vivió el mejor momento de su trayectoria. Protagonizó Kapò (1960), de Gillo Pontecorvo, también en torno al Holocausto, que despertó una gran polémica por la “inmoralidad” de su puesta en escena y la “abyección” de uno de sus travellings, en palabras del cineasta Jacques Rivette, entonces crítico de los Cahiers du cinéma. Después, Riva rodó León Morin, sacerdote (1961), junto a Jean-Paul Belmondo; Relato íntimo (1962), de Georges Franju, donde interpretó a la Thérèse Desqueyroux de la novela de François Mauriac; y Thomas l’imposteur (1965), de nuevo con Franju y con la guerra como telón de fondo.
Riva fue algo parecido a una antiestrella. En su punto álgido de popularidad, se negó a plegarse a las exigencias del star system francés y a convertirse al cine comercial. Más tarde reconoció haber rechazado muchos papeles, lo que terminó lamentando. “No diría que he rechazado tantos papeles como los que he aceptado, pero tampoco me quedo lejos”, explicó en 2012. “Estaba un poco ida. Mi agente se tiraba de los pelos. Era demasiado intransigente. No es que me lo tuviera creído, sino que tenía ciertas tonterías en el cerebro. Si me proponían algo poco elevado, prefería esperar. No por menosprecio, sino por una sed por lo absoluto, lo que puede ser un gran defecto”. Prefirió escoger proyectos arriesgados que, a largo plazo, terminaron provocando cierta erosión en su carrera. Por ejemplo, rodó Iré como un caballo loco (1973), de Fernando Arrabal; Los ojos, la boca (1982), de Marco Bellocchio; o Liberté, la nuit (1983), de Philippe Garrel. Más tarde, Krzysztof Kieslowski le ofreció el papel de la madre enferma de Juliette Binoche en Azul (1993), que anticipaba el que después le propuso Haneke. En paralelo, también tuvo una destacada trayectoria teatral, llevando a escena obras de Eurípides, Molière y Shakespeare, además de Pirandello, Pinter y hasta Sanchis Sinisterra (El cerco de Leningrado, que interpretó en la Colline de París en 1997).
Cuando le preguntaban por la tonalidad indefinida de sus ojos, respondía que eran “de color verde lentejuela”. Pero añadía que esas lentejuelas “se habían caído con la edad”. En enero de 2013, cuando el cine francés le concedió su primer César a la mejor actriz, el público del Châtelet parisino se puso en pie para dedicarle una larga ovación. Fue el último homenaje al rigor y la dignidad que desprendía su presencia en la gran pantalla. “Cuando recibo un premio, me cuesta concebirlo sin el resto del equipo. Me resulta difícil estar aquí sola”, empezó diciendo. “Hacemos un oficio que consiste en compartir. Es una eterna invitación a la vida. Por lo menos, así es como lo he vivido yo”. En un reciente documental emitido en la televisión francesa, Riva revisó su vida desde la casa campestre donde creció, donde se había retirado desde hace años, lejos del mundanal ruido de la industria. Hacia el final, Riva dejaba caer en él una frase enigmática y conmovedora, dos adjetivos que le venían como anillo al dedo: “La muerte siempre es joven, porque es ingenua. Tanto como el nacimiento”.
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