Jardiel, al paso de los años
La función tiene la virtud de avivar la curiosidad sobre un autor singularísimo
Aunque el teatro de Jardiel, como el de Mihura (al cual consideraba epígono suyo: “Utiliza resortes, sorpresas, giros y desplantes que yo ideé”), sigue teniendo sitio periódicamente en los escenarios comerciales; solo los teatros públicos pueden producirlo hoy con ambición. Sabemos que su humor no ha encanecido por las certeras y desopilantes puestas en escena que el Centro Dramático Nacional hizo de Eloísa está debajo de un almendro (1984), dirigida por José Carlos Plaza, y Madre (el drama padre), prodigio de acción cómica orquestado por Sergi Belbel en 2001.
Jardiel distinguía entre sus comedias “sin corazón”, como estas dos, fabricadas con mecanismos estrictamente cómicos, y aquellas otras fertilizadas por un venero sentimental (sus preferidas, si damos crédito a sus palabras), entre las cuales figura Un marido de ida y vuelta, la que Ernesto Caballero ha elegido para vivificar el recuerdo del autor, cuyo criterio en este caso no acabo de compartir. Creo que sus artefactos de relojería, construidos con ánimo paródico, sin apoyarse en cimientos psicológicos ni metafísicos, están más logrados y consiguen más eficazmente su ambición última: producir contracciones y expansiones aceleradas de la caja torácica del espectador.
JARDIEL, UN ESCRITOR DE IDA Y VUELTA
Montaje a partir de la obra de Enrique Jardiel Poncela. Versión y dirección: Ernesto Caballero. Intérpretes: Paco Ochoa, Felipe Andrés, Raquel Cordero, Macarena Sanz, Jacobo Dicenta, Pepa Zaragoza, Lucía Quintana. Madrid. Teatro María Guerrero, hasta el 8 de enero.
Jardiel, un escritor de ida y vuelta es un montaje construido en torno a la obra referida, a la que Caballero ha añadido un prólogo y dos entreactos metateatrales en los que el propio autor da cuenta del frío que pasó en sus últimos años, de su devoción por las féminas, no exenta de cínica misoginia, y de su visionario diseño de los planos de un teatro utópico. De haberse construido, un grupo de personajes hubiera podido atravesar una calle, entrar en una casa y recorrer su hall, salón y habitaciones sin moverse del sitio, gracias a una escenografía sobre raíles. El efecto, alucinante, ha sido por fin materializado ¡seis décadas después! por Ariane Mnouchkine y el Théâtre du Soleil, con otra técnica.
Esta combinación de empatía con el autor, didactismo brechtiano y metateatralidad funciona cuando actores y texto están realmente inspirados: en el episodio del especialista indeciso al que todos se adelantan, cuya parsimonia primera y atribulación posterior Juan Carlos Talavera encarna con auténtica gracia; en la apoteosis sentimental entre el fantasma de Pepe/Jardiel (personaje doble sugestivamente interpretado por Jacobo Dicenta), y la poderosa y centrípeta Leticia de Lucía Quintana, actriz vallisoletana a la que Caballero dedica un afectuoso homenaje intertextual.
No produjeron durante el estreno la carcajada esperada el largo juego con las palabras “frío” y “caliente” ni el prolijo relato del recurrente hallazgo del libro de sonetos de Shakespeare: encontrarles el tempo adecuado sería muy ardua labor. Más felices sonaron las máximas y aforismos que Jardiel vierte en las réplicas de sus criaturas. La rotunda corporeidad de la escenografía, minuciosa réplica de los palcos frontales del teatro, ¿no le resta foco a las actuaciones? Excesivo el subrayado sonoro cinematográfico de las intervenciones mágicas del fantasma. La función tiene la virtud de avivar la curiosidad sobre un autor singularísimo.
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