El grito de una comunidad indígena de Colombia que no quiere morir
Un documental explora su territorio y muestra el ímpetu de los Achagua, una población que ha sufrido violencia y olvido
La comunidad indígena Achagua, casi exterminada, con menos de 1.000 miembros, sigue hablando en su lengua. Aunque la mayoría aprendió castellano, prefieren preservar su cultura a través de la palabra. Washina Cainabi (nuestra tierra) es una de las que más repiten. Quieren proteger lo que tienen y que les ayuden a hacerlo. Luis Manjarrés, el director del documental Washina Cainabi, cuenta que llegó a la comunidad en medio de un ejercicio académico de la Corporación Unificada de Educación Superior (CUN).
Aunque Manjarrés nació en un pueblo cercano a donde tiene asentamiento la comunidad indígena (en el Meta, centro de Colombia) y dice que “siempre supo que existía, que estaba ahí”, nunca intentó explorar sus costumbres. En el desarrollo de un estudio sobre la percepción de la paz de los habitantes de los resguardos, se encontró con el ímpetu de unos indígenas que insisten en mantener su identidad étnica, sus creencias y su lengua. “Convivir con ellos es necesario para ver su humildad, su simplicidad y entender su necesidad de ser escuchados y protegidos”, dice el director, de 22 años. Los Achagua eran un pueblo de hasta 30.000 personas, antes de la colonización. Con el paso del tiempo fueron prácticamente exterminados y sobreviven apenas 800.
“Los acompañamos en su celebración. Una danza sagrada en la que todos se involucran. Estando allá se llega a la conclusión de que para ellos la paz solo existirá cuando puedan sentirse libres, cuando no sean víctimas de la privatización y del robo de la tierra”, asegura Manjarrés. El recorrido de la cámara dentro del resguardo, permite ver sus casas, casi todas levantadas a punta de barro y con techos de paja. Los indígenas hablan pausado, mientras el sudor se les escurre por la frente. Viven con temperaturas entre los 38 y los 42 grados. Es otra de las poblaciones indígenas que tiene que soportar sequías y estar en riesgo de morir de sed (como le pasa la etnia wayuu). “Ellos le piden a su dios que equilibre la tierra y se oponen a las excavaciones petroleras que están acabando con suelo. Su tierra ha sido violentada”, señala el director de Washina Cainabi, premiada en el festival de cine y vídeo de la comuna 13, con la mención de mejor película universitaria. También se llevó un par de premios en Embrión, un festival audiovisual académico.
El documental es una reflexión sobre el respeto por la tierra y sobre la necesidad de hacer memoria. Por eso, fue una de las piezas seleccionadas para la reciente Muestra Internacional Documental de Bogotá 2016, que en su versión número 18 con 70 películas documentales de 15 países, se enmarcó dentro del lema Memorias en movimiento.
El director del festival, Pablo Mora Calderón, habló del sentido del evento como una oportunidad para no dejar morir el pasado, como lo intenta Manjarrés con el documental sobre los Achagua. “En este tiempo preciso, es decir, en este presente incierto, nos parece un deber moral y político poner el énfasis en la contribución que el cine de lo real le aporta a las memorias individuales y colectivas de nuestro país. Pasado el tiempo de la guerra, florecerá el tiempo de las memorias”, dijo Mora Calderón.
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