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Contenedores exquisitos y grandes

Los museos responden al turismo de masas y al cambio de escala del arte contemporáneo con una millonaria carrera de ampliaciones

El Museo de Arte Moderno de San Francisco, SFMOMA, tras su ampliación
El Museo de Arte Moderno de San Francisco, SFMOMA, tras su ampliaciónHenrik Kam (SFMOMA)

Nos olvidaríamos de la Mona Lisa si el Louvre la guardara durante varios meses en los almacenes?”. La pregunta de la arquitecta Amanda Levete —directora de la ampliación del Victoria & Albert de Londres— es un aviso urgente para reimaginar los museos de arte porque jamás las colecciones habían soportado tanta presión del turismo. Hace no demasiado, en 1963, el Prado recibía 253.000 visitantes al año. Hoy da entrada a 2.700.000. Similar saturación sufren el British Museum (6,8 millones de visitas), el Metropolitan (6,7 millones) o los Museos Vaticanos (6 millones). “El problema es muy grave. Pronto será casi imposible acceder a las colecciones”, avisa Alfredo Pérez de Armiñán, presidente de Patrimonio Nacional. Lo advierte quien ha presentado un espacio, el Museo de las Colecciones Reales (Madrid), que evidencia esa asfixia. De sus 42.000 metros cuadrados, solo 5.500 se destinan a espacios expositivos. Un 13%. El resto lo absorben almacenes, despachos y mercadotecnia para visitantes. ¿Qué ha sido del arte? “La colección permanente no da dinero, los ingresos llegan de las exposiciones temporales”, observa el arquitecto Emilio Tuñón, responsable del diseño del nuevo museo madrileño. De ahí, por ejemplo, que el Reina Sofía programase en 2013 una muestra de Dalí aunque, en principio, anduviese lejos del imaginario de su director, Manuel Borja-Villel. “El arte ha sido absorbido por la industria de la cultura y el espectáculo y esto se refleja en los museos”, admite Borja-Villel.

El Tate Modern de Londres tras su ampliación.
El Tate Modern de Londres tras su ampliación.Tate Museum

En este horizonte masificado, las instituciones reaccionan sumando a la argamasa del espacio la del dinero. Entre 2007 y 2014, durante los años más negros de la Gran Recesión, se invirtieron y presupuestaron 7.700 millones de euros en la construcción o ampliación de 75 museos. Solo EE. UU. destinó 4.950 millones de dólares (4.738 millones de euros) en 26 proyectos. Y ninguno de los grandes (MOMA, SFMOMA, Whitney, Lacma o Metropolitan) se ha librado de esta obsesión por el tamaño. Quizá porque, como advertía Thomas Krens —director del universo Guggenheim—, “antes los museos coleccionaban obras y ahora, sobre todo, espacio”. Y de lujo. A partir del análisis de 50 edificios, The Art Newspaper demostró la ecuación que relaciona museos, visitas y arquitectura. Los espacios diseñados por grandes firmas (Frank Gehry, Renzo Piano, David Chipperfield) son un 52% más caros por metro cuadrado. Pero las visitas aumentan un 97% de media durante los años siguientes a su apertura.

Uno de esos brillantes alquimistas, Norman Foster, ha ganado junto con Carlos Rubio el concurso del Salón de Reinos para la ampliación del Prado. El proyecto añadirá 2.500 metros cuadrados al espacio expositivo del museo e integrará un edificio del XVII en la horma del turismo de masas. “Las catedrales y las iglesias fueron el núcleo de la actividad religiosa, pero hoy son más significativas como centros turísticos”, observa el proyectista inglés. “Con este mismo espíritu, los museos también disfrutan hoy de un nuevo papel ayudando a llenar el vacío de muchos destinos y experiencias. La demanda se está volviendo insaciable”. Y plantea una pregunta: “¿Conducirá esto a nuevos enfrentamientos entre valores culturales y comerciales? Es imposible predecir el resultado más allá de concluir que, en una economía de mercado, los museos tendrán pocas opciones aparte de expandirse”.

Ante la masificación de las visitas, las instituciones suman a la argamasa del espacio la del dinero

Bartomeu Marí, responsable del Museo Nacional de Corea del Sur, identifica esta dinámica de ampliaciones con una tendencia hacia el “centro comercial”. “Es necesario satisfacer intereses muy variados bajo un mismo techo. Hay que presentar maestros clásicos, obras monumentales, artistas jóvenes, autores de orígenes diversos. Si no atraes a grupos distintos, te quedas rezagado en la pugna por las cifras”.

La ampliación de la Tate Modern de Londres inaugurada este año es el paradigma de esta nueva fiebre. Ante tanta ampliación surgen tres preguntas: ¿hace falta realmente? ¿Se lo pueden permitir? ¿Es sostenible? Nicholas Serota, director del grupo Tate, responde con un contundente “sí”. Desde su punto de vista, el coste de 260 millones de libras (330 millones de euros) de la expansión, a cargo de los arquitectos Herzog & de Meuron, trasciende el espacio. “El objetivo de la nueva Tate Modern es ser mucho más que un destino de arquitectura. Debe provocar, estimular y comprometer a los visitantes, y también debe ofrecer un lugar para la contemplación o el consuelo”, relata por correo electrónico.

Convertidos los museos en los templos laicos de nuestro tiempo, Serota entiende el valor y presión de las cifras. “El primer día que se abrió la Tate Modern, en 2000, acudieron 35.000 personas”, recuerda. “Hoy es el museo de arte moderno más visitado del mundo: atrae a cinco millones de personas al año. El doble de para lo que fue diseñado. Por eso nuestra expansión [60% más de superficie] está en línea con el aumento de público”.

En 2000, a la apertura de la Tate Modern de Londres acudieron 35.000 personas. Hoy atrae a 5 millones

Frente a este optimismo, la mayoría de las instituciones conviven con sus propias paradojas y contradicciones. El Metropolitan de Nueva York ha querido reflotar sus fondos de arte moderno y contemporáneo (colección que un crítico de The New York Times definió como una “vergüenza institucional”). En el empeño ha remodelado una de sus galerías y ha ocupado el espectacular zigurat diseñado originalmente por Marcel Breuer en los sesenta para alojar el Whitney. Pero el Met Breuer —sede satélite — nace con unos costes fijos anuales de 17 millones de dólares durante los ocho años comprometidos de alquiler. Exposiciones como la de este otoño del pintor Kerry James Marshall han funcionado bien. ¿Pero podrá solamente la programación temporal justificar un espacio deficitario?

“Tal vez el gran desafío, y la gran oportunidad, es frenar esta inercia de expansiones y hacer que los edificios resulten más eficientes”, afirma la proyectista Levete. “Es el momento de repensar el museo e invertir la experiencia de la visita. Arquitectos y comisarios podrían explotar el desarrollo de la robótica y la logística y acercar los objetos a los visitantes en vez de que estos se muevan entre elementos estáticos”. El museo superaría así la dependencia arquitectónica y entraría en la realidad digital. La miríada de aplicaciones para dispositivos móviles que relatan en alta resolución las grandes colecciones (Thyssen, Tate, MOMA, Prado) ya siguen esa senda. Esta sería una forma de dar visibilidad a los fondos y de reducir riesgos. “La exigencia de préstamos y viajes de las obras ejerce una presión como nunca antes sobre las colecciones. La organización de muestras temporales no resulta inocua y no siempre está justificada”, alerta Alfredo Pérez de Armiñán. Todos los museos piden obras, todos quieren producir exposiciones temporales para hacer caja. Y siempre se prestan los mismos goyas, picassos, rubens. Quizá sería buena idea olvidar a la Mona Lisa por un tiempo.

Miguel Ángel García Vega es periodista especializado en arte y economía, y comisario independiente. Cristina Giménez, especialista en arte contemporáneo y comisaria, dirigió la galería Ivorypress.

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