D’Aubuisson: “La violencia no termina con acuerdos de paz, sino que se transforma”
El antropólogo salvadoreño publica su experiencia tras convivir un año con la mara Salvatrucha
El horror puede tener cifras, recuentos, estudios o puede tener belleza. Y Juan José Martínez D'Aubuisson, un joven antropólogo salvadoreño harto de escribir papeles académicos que solo leían académicos, decidió empaquetar su investigación con un lazo diferente. Especialista en las maras de El Salvador, las violentas pandillas que vertebran la vida y la muerte en los barrios de su país, dedicó un año a integrarse y convivir en una de ellas para trasladar su retrato en forma de literatura. El resultado es Ver, oír y callar (Pepitas de Calabaza), un libro sin adjetivos, sin delitos, ni culpables, porque solo pretende colocar un ojo de cerradura a lo que de otra forma nunca podríamos mirar.
“Juzgarles no es mi papel, porque ellos son también receptores de una enorme violencia estructural. No tenemos derecho a pedirle a un pandillero que nos tenga compasión, porque cuando era niño y murieron sus padres no hubo un Estado que lo protegiera. ¿Y cuando llega a los 16 años con la cara tatuada le pedimos que sea bueno? Él no tiene por qué tenernos lástima porque nosotros no la hemos tenido con él. ¿Serán malos? No creo. Son emisores de violencia pero sobre todo receptores de una violencia histórica”.
“Cuando estás muerto la posibilidad de que te maten no te asusta”
Martínez D'Aubuisson (San Salvador, 1986) habla así en Madrid recién llegado de La Sorbona, donde ha compartido experiencias sobre violencia y paz con especialistas de todo el mundo, incluido Colombia, y tiene mucho que aportar. El Salvador puso fin a una terrible guerra civil con los acuerdos de paz en 1992, pero “la violencia no termina por una firma, sino que se transforma en otra cosa, si no se atacan las razones que la causaron”. La ultraderecha y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que habían combatido, aprendieron a competir en las urnas, pero otra violencia se instaló y creció en El Salvador en barrios y colinas donde la población jamás ha tenido oportunidades. La desigualdad es endémica en un país donde 14 familias controlaban el comercio del café en el siglo XIX, y el XX no mejoró las cosas. “La paz sin atacar las causas de la guerra es como echar hielo al agua hirviendo: acabará hirviendo otra vez”.
Él se ha detenido exactamente en la Mara Salvatrucha MS13, nacida en las calles y cárceles de California en los ochenta entre los jóvenes que habían huido de la guerra en El Salvador y exportada a su país cuando regresaron, deportados. Su nombre tiene una explicación: La película Cuando ruge la marabunta, con Charlton Heston luchando contra una invasión de hormigas devoradoras, impactó tanto en la zona que las pandillas empezaron a llamarse maras; salvatrucha es la forma callejera de llamar a los salvadoreños; y el 13 fue elegido porque decimotercera es la letra M del alfabeto, y Eme es el nombre de la pandilla más poderosa en California, a la que todas las demás se subordinaron. Los días 13 de cada mes, la MS13 acostumbra a castigar con incursiones y asesinatos a su pandilla rival, Barrio 18, y esta suele responder los días 18 con la misma moneda. El negocio de todas es la extorsión, nadie se libra de pagar un peaje que en escasa medida quedará entre los pandilleros, que aportarán la mayor parte a las clicas (las agrupaciones de unos 30 o 50 miembros), estas a su vez al programa (un conjunto de clicas) y estos a la ranfla nacional (una confederación de clicas). El conflicto entre pandillas rivales no es tal, sostiene, porque la guerra misma es su causa. “Son como boxeadores, su lucha solo tiene sentido si hay otro enfrente, y su prestigio será el que logren arrebatar a otro”.
“Cuando uno mata está muriendo también”
“Meterse en la pandilla es una decisión bastante racional para un niño”, cuenta Martínez D'Aubuisson. “Yo les he visto crecer y entrar porque no están eligiendo entre meterse en la pandilla o estudiar medicina. Se trata de meterse en la pandilla o comer mierda toda la vida, o, como mucho, conseguir un trabajo en la maquila de siete a siete con un salario que ni siquiera les permite comprar la canasta básica. Claro que ellos saben que les pueden matar, pero es que ya están muertos, nacieron muertos, socialmente no existen, y cuando estás muerto la posibilidad de que te maten ya no te asusta”.
El antropólogo no quiere hablar del miedo que ha pasado en la colina —y lo ha pasado— porque los que viven allí siempre “son los que de verdad tienen miedo”. Ni extenderse mucho en lo que ha tragado para llevar a cabo su trabajo. Ha presenciado abusos, torturas, juicios a niños y niñas por haber fallado en un encargo y los relata en general con nombres y apellidos.
“Los chicos aquí no eligen entre la pandilla o estudiar medicina, sino entre la pandilla y comer mierda”
-Usted les pregunta qué se siente al matar, pero al leer su libro uno se pregunta qué se siente al convivir con ellos.
-Tuve un tremendo problema con las agresiones a chicas, te genera muchísima violencia interna. Es muy doloroso ver en lo que se han convertido mis hermanos.
-¿No le tentó nunca intervenir?
-Todo el tiempo, es feo, a veces da asco y a veces da miedo pero sobre todo una profunda tristeza ver a niños de 13 años matando o muriendo, porque cuando uno mata está muriendo también.
Las mujeres llevan la peor parte al pagar el doble precio de trabajar para sus hombres (maridos, hijos, hermanos) sin ganarse el derecho a ser pandillero. “Ellas tienen olor a cosa dentro de la pandilla, su rol es similar al de las cosas, son extensiones de sus hombres y de su poder”. Dejarlas embarazadas es una forma de marcarlas y tatuar su nombre también.
Fue inevitable labrarse amigos y tomar afecto a pandilleros que acaban acompañando al lector, como la madre que intenta alejar a su hijo de la clica que, a pesar de todo, se engancha y se vuelve asesino. Ver, oír y callar era y es el lema de supervivencia que da título al libro, pero Martínez D'Aubuisson quiso ver, oír y, sin embargo, contar.
Babelia
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