“¡El príncipe ha muerto, el príncipe ha muerto!”
Una muestra de 200 documentos de Rubén Darío conmemora el centenario de su fallecimiento
Los chiquillos de la prensa voceaban la trágica noticia aquel febrero de 1916 en la Puerta del Sol madrileña: “¡El príncipe ha muerto, el príncipe ha muerto! Francisca Sánchez, que meses antes lo había despedido en el muelle disgustada y llorosa, con el hijo de ambos en brazos, mandó bajar a su hermana a la calle y la pobre regresó demudada: el fallecido no era otro que el Príncipe de las Letras Castellanas, como se conocía a Rubén Darío, tal era la fama que alcanzó a un lado y otro del Atlántico, como un Juan Gabriel de su época.
El poeta nicaragüense ya tenía la salud muy delicada cuando partió a América en misiones de paz. Esta vez, su amada Francisca no le acompañó. Para ella se habían acabado los viajes de París a Barcelona, de Madrid a París, trasladando muebles, vajillas y cachivaches domésticos, siguiendo al escritor en sus múltiples empresas literarias. Se quedó abrazada a un baúl donde guardó durante años todos los papeles de aquel del que se enamoró “por las palabras”, como recuerda su nieta, la periodista Rosa Villacastín.
De todo ese periodo dejan pistas escritas los documentos expuestos en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense, como migas de pan para reconstruir el camino del poeta en los casi 20 años que pasó amancebado con Francisca Sánchez. Hay ejemplares de las revistas que dirigía, preciosas publicaciones modernistas, como Mundial Magazine o Elegancias; cartas entre escritores: en una de ellas Manuel Machado le reprocha, precisamente, la mala administración de Mundial. En otras le piden que inaugure una pastelería; un menú con nombres alusivos a sus obras o revistas se redactó para una cena con que le agasajaron en Argentina en 1912. No se pierdan esa hojita rescatada entre los papeles del baúl en la que su amigo Rufino Blanco Fombona le invita a presenciar el duelo en el que se batirá mañana a espada: podrás ver así cómo se las componía D'Artagnan, le dice. “No es todo. Pasado mañana me bato con...”. El amigo tenía mucha fe en su florete.
Parrandero y mujeriego, Félix Rubén García Sarmiento huyó de un matrimonio formalizado un día que estaba borracho como una cuba en Nicaragua. Saltó a España y buscó el descanso del guerrero al lado de Francisca Sánchez, una señora victoriana, católica y decente, que aparece en las fotos recatada debajo de un vestido negro hasta el cuello y tocada con un sombrero. El poeta no pudo nunca deshacer aquel matrimonio malquerido pero vivió con Francisca en España como si fuera su mujer y con ella tuvo cuatro hijos, de los que solo sobrevivió uno. Nunca abandonó a Francisca Sánchez, tampoco el alcohol, aunque a su lado dio sosiego a la botella para consolidarse como escritor.
Así pues, al lado de las facturas que recogen el gasto en whisky y otros licores, las comidas y los viajes en coches de paseo por varios países, la exposición de la Complutense, con fondos de la Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo (AECID), muestra el cuaderno de hule, que no es más que eso, una libreta con cubiertas de hule de color carbón. ¿Por qué es importante este documento? “Porque revela el taller de la escritura, cómo componía en su ambiente cotidiano”, resume Rocío Oviedo, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Complutense.
En efecto, ese cuaderno parece guardar en unas pocas página la vida casera del autor de Azul. Ahí están algunos de sus poemas manuscritos, con las correcciones que ayudan a comprender cómo componía sus versos; ahí está la mano de su hijo, en dibujos, y la letra de Francisca Sánchez, como un misal hogareño que no ayuda a imaginarse la grandeza del Príncipe de las Letras Castellanas ni la personalidad asombrosa de su mujer española, la castellana recia que arrastraba en sus viajes maritales a su madre y a la hermana.
Esa mujer, de la que ahora se prepara una miniserie televisiva, era la que rezaba el rosario mientras él escribía, la que aprendió cocina nicaragüense para dar gusto al paladar del poeta, el mayor representante del modernismo literario. La que le preparaba costillas adobadas al modo abulense y sopas de pan con cebolla. Comer, beber y vivir la noche. Es difícil imaginar de dónde sacaba el nicaragüense tiempo para escribir toda aquella obra, para dirigir revistas, para participar en congresos, charlas y para satisfacer las tareas propias de la diplomacia que en tantos países ejerció. Aquella vida le iba a pasar factura. Entre cartas airadas de la mujer abandonada en América, misivas de su hermana para que reconsiderara su actitud, se muestra simpática la epístola de Mamá Bernarda, su tía en realidad, que le pide una promesa: que ordene su vida para que ella pueda morir tranquila.
Pero más escandalosa que la del escritor, fue la opción que tomó Francisca Sánchez, consintiendo en formar una familia al lado de un hombre casado con el que se veía obligaba a estar soltera —ni el Papa pudo hacer nada— en una sociedad beata, donde las regentas eran devoradas por las malas lenguas. Afortunadamente pasó el tiempo. Rosa Villacastín, al nieta, recuerda cómo Mario Vargas Llosa visitaba a su abuela muchas tardes, le daba compañía y quizá recibía jugosa conversación.
La mujer rehizo su vida al morir el poeta y formó otra familia que, afortunadamente, se empeñó en guardar el legado de Rubén Darío, en respetar y conservar aquel baúl que la abuela donó al Gobierno español para que no se desperdigara. Todavía se descifran aquellos documentos, que suman 5.000. En una de las últimas cartas que recibe Francisca, a las puertas de la muerte, el poeta se despedía de ella: “Te libero ya. Puedes comulgar”. Francisca Sánchez no pudo acompañarle más.
Babelia
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