Muere Edward Malefakis, maestro de historiadores de la II República
El hispanista estadounidense, gran experto en fascismo europeo, fallece a los 84 años
Nos engañó a todos. Nos dijo que se llamaba Eduardo, y es cierto que en inglés firmaba Edward. Pero su nombre griego, por el que le conocían sus familiares e íntimos, era Lefteris, o Elefteris (Libertad). Su traducción española sería Eleuterio. Como en inglés no hay equivalente, alguien decidió llamarle Edward. De ahí pasó a Eduardo.
Malefakis, que ha fallecido a los 84 años en la isla griega de Corfú, donde residía, era uno de los hombres más arrolladoramente atractivos que he conocido: simpático, inteligente, buen gourmet, gran conversador y carente, como pocos, de complejos. Le recuerdo, por primera vez, en Lisboa, en la celebración de la victoria socialista tras las elecciones que tuvieron lugar al año del golpe revolucionario. Hacía unas preguntas mucho más incisivas que cualquiera de nosotros, un grupo de progres españoles que habíamos llenado uno o dos compartimentos del Lusitania Express, eufóricos con aquella revolución en la que veíamos un preludio del final del franquismo. También a él le entusiasmaba lo que veía, pero no por ello perdía esa distancia crítica que he conocido en otros académicos angloamericanos: aquí todos hablan en nombre del proletariado, observaba, pero no veo a proletarios; entre los dirigentes no hay mujeres; me gustaría saber qué opinan los campesinos de todo esto; la Iglesia parece desaparecida, pero sigue ahí; y a estos militares, cómo los va a controlar luego el poder civil…
Siempre le recuerdo riéndose. Disfrutaba de la vida, de la comida, de los paisajes, de las situaciones, de los amigos. Sentía infinita curiosidad por el mundo, por el futuro (“pero no quiero que siga sin mí”, bromeaba, últimamente, en tono de queja infantil). Y tenía un optimismo de antiguo estilo, una fe en el progreso, en que la democracia y la razón avanzan con el paso del tiempo. No hay duda de que en el período histórico que le tocó vivir había visto grandes y positivos cambios tanto en Grecia como en España.
De ascendencia griega
Había nacido en 1932. Su padre era un emigrante griego llegado a los Estados Unidos allá por 1920. Tras hacer algo de dinero, y pese a haberse nacionalizado, regresó a su país. En Grecia se casó, puso un pequeño negocio y se arruinó. Usando su pasaporte americano, volvió entonces a Estados Unidos, ahora ya para siempre y con su mujer. Allí nació Lefteris. La madre apenas llegó a aprender inglés y siempre se comunicó con sus hijos en griego.
Al acabar su carrera, Malefakis eligió España como tema de investigación doctoral. Interesado sobre todo por la Segunda República y las tensiones sociales que habían llevado a la Guerra Civil, aprendió un español impecable y escribió La reforma agraria y la revolución campesina en España, obra que en realidad trataba de todos los grandes problemas económicos y políticos de la década. Para él, la República se había basado en una frágil alianza entre unas clases poseedoras ilustradas, dispuestas a hacer reformas, y una izquierda obrerista radicalizada. Y prometió una reforma profunda de la estructura de la propiedad agraria —el acto revolucionario por excelencia— patrocinada por el Estado y con métodos legales. Tras haber tardado en lanzarla aquella reforma en 1931-32, la izquierda se autodestruyó en octubre del 34; y la derecha, dueña plena del poder, no aprobó ni siquiera las medidas de compromiso de Giménez Fernández. En la primavera del 36, el clima revolucionario creado por los caballeristas minó el poder del Gobierno y aterrorizó a sectores de la población que apoyarían la insurrección militar de julio. En fin, concluía el libro, “el humanismo liberal no basta y tampoco el radicalismo. Lo que se necesita es una combinación de ambas cosas más eficaz que la que existió durante la República”.
Fue una obra magistral, por su inteligencia y su ecuanimidad, que en nuestro mundo quedó objetivada como el Malefakis. Tras recibir en 1970 el premio Herbert B. Adams, de la American Historical Association, su autor fue contratado por la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde desarrolló el resto de su carrera académica.
Trabajó entonces sobre la evolución política de la Europa meridional, una historia comparativa en la que, aparte de sus conocidas y queridas Grecia y España, incluía a Portugal e Italia. No llegó a completar el libro prometido sobre este tema (conozco a muy pocos, ironizaba, capaces de escribir dos buenos libros), aunque sí mandó a la imprenta avances cargados de intuiciones luminosas.
España no era diferente
Su obra sirvió, sobre todo, para sacar los estudios de historia de España de aquel excepcionalismo procedente del hispanismo romántico, de los viajeros y escritores del XIX, prolongado por Gerald Brenan y, a su manera, por Américo Castro. Para él, como para Raymond Carr, Gabriel Jackson, Stanley Payne o Richard Herr, los problemas históricos de España debían ser estudiados con los mismos métodos y herramientas conceptuales que los usados para cualquier otro país. El mejor homenaje que se me ocurre es leerle y seguir su camino.
Al jubilarse, distribuía su tiempo entre los tres países que componían su identidad. Disfrutaba del otoño neoyorquino, del invierno-primavera madrileños, del verano de Corfú. Hacía un par de años que no salía ya de su hermosa isla, siempre junto a su sagaz y admirable Calí Doxiadis, tan plurilingüe y apasionada por la variedad del mundo como él.
Se llamaba Libertad. Podía haberse llamado también Vitalidad, Inteligencia, Curiosidad o Cosmopolitismo. Por todas esas cosas era este excepcional personaje, Edward Malefakis, que acaba de dejarnos.
Babelia
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