Cervantes, a la yugular de Avellaneda
El éxito y un cabreo supino engendraron toda aquella genialidad llena tanto de hallazgos e invectivas
Toda su vida, Miguel de Cervantes anduvo suspirando por un éxito que no llegaba. O, al menos, no en su justa medida. Finalmente, con 57 años, lo disfrutó gracias al Quijote. Tanto como lo sufrió. Entre otras cosas, por la piratería.
No hay triunfo a todas luces que no engendre su paradójica ración de sombras. Y el Quijote las tuvo nada más echar a andar. El profesor Francisco Rico cuenta que el libro comenzó a imprimirse en Madrid el 27 de septiembre de 1604. “A toda brida”, sostiene Rico y sin respiro para unos componedores que, muchas veces, trabajaban a ciegas porque a duras penas sabían leer.
Debieron salir, a su juicio, unos 1.500 ejemplares con 650 páginas, la mayoría compuestos en la imprenta que regentaba Juan de la Cuesta, a cargo del editor y librero del rey, Francisco de Robles. Pero… ¡Qué páginas! Hechas un desastre. Las prisas y la escasa atención dieron el primer disgusto al autor. Una cantidad exagerada de erratas –varias de ellas suyas, porque no prestaba mucha atención a la puntuación, entre otras faltas- le alarman de la chapuza. Teme que arruinen el libro y urge al editor para incluir un sinfín de correcciones que queden listas a finales de marzo de 1605.
Los temores se sacuden rápido. El libro corre de mano en mano con la suficiente fuerza como para hacer la competencia al gran superventas de la época: el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. Y ahí llega el segundo disgusto… Inevitable. El libro empieza a piratearse con copias sin licencia en Portugal –por parte no de uno, sino de dos editores-, además de Aragón y Valencia.
Había que darse prisa para frenar la sangría y conseguir permisos de reproducción en toda la península y en cada reino de España por esos mundos: América –donde la primera edición había llegado a México y a Perú- y los Países Bajos.
El Quijote empieza a piratearse con copias sin licencia en Portugal –por parte no de uno, sino de dos editores-, además de Aragón y Valencia"
Rápidamente, el ingenioso hidalgo y Sancho Panza comenzaban a corretear en obras de autores ajenos. Hasta el propio Shakespeare escribe una comedia a medias con John Fletcher sobre Cardenio, el Roto enamorado de la primera parte. No sólo fluyen el éxito y sus cuitas. También la envidia… Y la racanería imaginativa que lleva a un tal Avellaneda, muy probablemente bajo pseudónimo, a probar con la saga que había inventado Cervantes por medio de otro libro que continuaba con sus andanzas.
Apareció en 1614. No pudo darse circunstancia mejor para que al escritor le invadiera la rabia y se pusiera a acelerar su propia segunda parte. Y con ella inventar para la posteridad la novela moderna, la posmoderna, lo metaliterario y un radical y riquísimo eclecticismo de formas, con la ironía como método, que alumbraban nuevos caminos de ficción para los siglos futuros.
El éxito y un cabreo supino engendraron toda aquella genialidad llena tanto de hallazgos como de invectivas. Concebida con una libertad creativa desconocida y plena de encrucijadas a explorar, su personaje principal quiere asegurarse de que, para pasar a leyenda, se cuenten como es debido sus andanzas.
La cálida acogida del Quijote se fundamentó en el humor. Las intenciones de Cervantes fueron mucho más allá. Se reivindicó como el primer novelista español digno de tal nombre. Sufrió chanzas y no se privó en sacar el estilete contra la maldad de colegas como Lope de Vega o Góngora en complicidad con quien fue su elegido: Francisco de Quevedo. Supo defenderse y enseñar los dientes. Avellaneda no le duró ni un asalto, la posteridad también le eligió como genio irrepetible. Pero no por lo que él consideraba su mejor obra: el Persiles, sino por ese descomunal héroe tragicómico que tanto hoy como ayer nos sigue produciendo una extraña felicidad al leerlo.
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