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VIDAS (GENIALES) CRUZADAS

Shakespeare enamorado... De él

Los sonetos dedicados al conde de Southampton, su pasión por Christopher Marlowe, un matrimonio sin amor, su pasión por las mujeres negras convierten en apasionante la vida sentimental del inglés

Jesús Ruiz Mantilla
SCIAMMARELLA

William Shakespeare fue puro fuego. Su nombre de pila le sirvió de coartada para la identidad de sus conquistas, antes y después de que dejara a su mujer y a su primera hija, Susana, en Stratford-upon-Avon y emprendiera una vida de idas y venidas desde Londres.

La doble vertiente de un diminutivo –Will- que a la vez significa determinación o voluntad en inglés, le propició mucho juego creativo. Se trataba de un superdotado para los dobles y triples sentidos. Tanto como para haber declarado amores de todas las vertientes, gustos y tendencias en sus obras y sonetos con clamoroso éxito de ventas y de público.

La homosexualidad masculina en la época isabelina no producía apenas escándalo. Si castigo, de poder utilizarse en contra con la ley en la mano y la ira de Dios encauzada desde los púlpitos. Pero en la sociedad no provocaba repulsa, sostiene Stephen Greenblatt en su biografía El espejo de un hombre. Se comprendía tanto o más la atracción por un hombre que por una mujer, sobre todo si el teatro era tu medio de subsistencia.

En un espacio donde las damas no podían subirse a un escenario y los papeles femeninos los encarnaban actores de forma más que seductora y convincente, a muy pocos extraña que el rey del género hubiese sostenido romances en uno u otro sentido.

La primera pasión masculina de Shakespeare fue su colega y mentor Christopher Marlowe. Su carácter más discreto caía fascinado ante la furia iconoclasta de quien puso en órbita el mito de Fausto y sembró auténticas dudas sobre si verdaderamente él mismo había firmado un pacto con el diablo. A juzgar por sus blasfemias en público, sus ataques a la Iglesia y su visceral defensa de todo pecado, muy probablemente fuera un caramelo para los exorcistas.

En la época isabelina, se comprendía tanto o más la atracción por un hombre que por una mujer, sobre todo si el teatro era tu medio de subsistencia"

Pero la actitud de Shakespeare se reveló más discreta. Hasta que halló al famoso joven justo. Los sonetos dedicados a the fair youth hablan claro en este sentido. Se trataba, según consenso de varios expertos, de Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton. Un maromo sin muchos remilgos que levantaba pasiones en los círculos literarios, muy amante del teatro.

Tanto como para ser objeto de las dedicatorias que William le lanza, primero tímidamente, en Venus y Adonis y después de manera descarada en esa rareza que es El rapto de Lucrecia: “Profeso por vos, señor, un amor sin límites. Lo que ya he hecho es suyo, lo que vaya a hacer, como parte de lo que os he dedicado, también lo será…”.

Pero dentro de los Sonetos, hallamos más. Pistas tanto para encontrar la pasión que le unió a Southampton como sus amores por una misteriosa mujer negra. “Los ojos de mi dama brillan mucho menos /que el sol; más que sus labios, roja es la cereza; /¿la nieve es blanca?: pues sus pechos son morenos/ y si hebras son, son negras las de su cabeza…”.

Amor, lo que es amor por su esposa Anne Hathaway, apenas llegó a sentir. Tampoco se puede decir que el contacto diario lo desgastara. Crío como pudo a sus hijas, Susana y Judith, no pudo evitar la muerte del joven heredero Hamnet y recibió una rácana herencia por parte de su marido: su segunda cama. Ni siquiera la primera. Anne, mayor que él, debió entender entonces que aquella había sido ocupada por muchas otras personas quizás no tanto antes pero sí después de ella.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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