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Columna
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¡Que viene el lobo solitario!

Llamar a los terroristas lobos solitarios nos remite a una tradición milenaria que relaciona la licantropía con la maldad

Lon Chaney, en 'El hombre lobo', de 1941.
Lon Chaney, en 'El hombre lobo', de 1941.

Los atentados y asesinatos políticos se ha multiplicado en este verano, afectando desde Estados Unidos a Alemania, y cobrándose las vidas de familias, diputadas, policías, inmigrantes y ciudadanos. A pesar de la disparidad entre víctimas, lugares, métodos y causas, hay una figura que parece omnipresente: el ‘lobo solitario’, que se emplea para describir a un individuo que ataca solo, sin ninguna afiliación o conexión clara con un grupo terrorista. La primera mención del “lobo solitario” como criminal se encuentra en un diario lingüístico estadounidense de 1924, donde se le define como “un bandido o intruso” que actúa sin banda. 

No obstante, la figura del lobo como amenaza en el imaginario occidental se remonta milenios. Desde que somos pequeños crecemos con la idea del “Gran Lobo Malvado” que ataca a los Tres Cerditos, o el Lobo Feroz que se come a la abuela de Caperucita Roja, que por cierto, fue el cuento con el que debutó Walt Disney seis años antes de crear a Mickey. 

En el cine, la licantropía fue desde sus inicios un filón. Los estudios Universal, famosos por sus películas de terror de bajo presupuesto, estrenaron su primera película sobre hombres lobos en 1913. En concreto, sobre una nativa americana que se convertía en lobo para aterrorizar a los colonos. La película se quemó en un incendio, pero los estudios convirtieron al licántropo en uno de sus personajes predilectos: hasta en siete películas incluyeron a un hombre lobo. Cuando Universal intentó capitalizar su archivo con una serie de remakes, (la trilogía de La Momia y Van Helsing) Benicio del Toro y Anthony Hopkins protagonizaron El Hombre Lobo (2010). Se prevé un nuevo remake para el 2018. 

Esta demonización del lobo se remonta al Nuevo Testamento, en el que ya se usa como amenaza al ‘rebaño cristiano’: el lobo se convierte en la antítesis del buen cristiano, en diablo y bestia. Durante la Edad Media se extiende y consolida esta imagen hasta el punto de que en las leyes de Inglaterra durante el siglo XI a los criminales se les llama verevulf: hombre lobo. Durante esta época la figura del lobo adquiere un matiz social y pasa a encarnar a aquellos que se desvían de la doctrina con un comportamiento ‘antisocial’. 

La figura del lobo ya no es solo una bestia diabólica, sino que al situarse en el interior de las personas pasa a simbolizar todos nuestros instintos violentos. Cuando los colonos protestantes desembarcaron en Estados Unidos en el siglo XVII, emprendieron dos exterminios paralelos: uno contra los indígenas y otro contra los lobos. En la imaginación colonial, tanto los indios como los lobos representaban amenazas al progreso anglosajón, simbolizaban el salvajismo pagano frente a la civilización protestante. 

Principalmente competían por recursos finitos como podían ser la tierra o la caza, pero la matanza se justificó con la semilla del posterior Destino Manifiesto, en el que toda persona o animal incompatible con el ideal anglosajón perdía el derecho a existir.

No es casualidad que en el siglo XIX, un jefe kiowa adoptase el nombre de Lobo Solitario para luchar contra el ejército de EE UU. Cuando murió, su sucesor adoptó el mismo nombre y retomó la guerra. Ambos exterminios fueron tremendamente exitosos, hasta el punto de que la población de lobos fue prácticamente erradicada en Estados Unidos en los años 60 del siglo pasado. 

Cuando se usa la expresión “lobo solitario” para definir en muchas ocasiones a terroristas islámicos no se está describiendo solamente su modus operandi. Se le está enmarcando en una tradición milenaria en la que el lobo solitario no es solo una amenaza, sino que representa una desviación de aquello que concebimos como normal; representa una bestia que vive entre nosotros, como el hombre lobo. 

Anders Breivik, autor de la matanza de Utoya, Noruega.
Anders Breivik, autor de la matanza de Utoya, Noruega.AFP

La guerra contra el terrorismo fue definida por el presidente George W. Bush en términos moralistas como una lucha contra el mal que debe ser extirpado. Sin embargo, el filósofo inglés John Gray argumentó que el mal es una característica que todos llevamos dentro y por lo tanto imposible erradicar. 

Esta obsesión semi-religiosa con destruir el mal es contradictoria ya que va contra uno de los pilares del pensamiento clásico occidental y del cristianismo: el mal es innato y universal y no se puede destruir sino contener y limitar. De ahí el nacimiento de mecanismos como la confesión y de siglos de teoría ética y moral y, en esencia, el origen de la ley. 

La última vez que Occidente vio amenazada “su forma de vida” fue en el siglo XX por desviaciones socio-políticas como el fascismo y el comunismo, pero ambos totalitarismos fueron creaciones de matriz occidental. El único enemigo que nunca comprendió fue al Imperio de Japón y para derrotarle tuvo que recurrir dos veces al armamento nuclear. Desde entonces Occidente ha sido incapaz de derrotar a cualquier amenaza que no entiende, sea en Vietnam o en Irak.

Al llamar a los terroristas lobos solitarios, automáticamente los enmarcamos como desviados diabólicos a los que jamás podremos comprender y que deben ser erradicados. La historia nos enseña que eso no suele funcionar.

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