Inventario universal
Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, la clave para descifrar los misterios, la inteligencia secreta del planeta
Nunca entraba al almacén. Sentía una especie de temor ancestral. Un pánico callado, recóndito, infantil. El recuerdo de aquel día que mi tío bajó y desapareció. Me tuve que quedar al frente del mostrador. No se me dio mal. No puedo recordar la cara de los clientes pero sí que el primer libro que vendí fue 62 modelos para armar,aquella edición con el plano de París en la portada. El tío me felicitó cuando ocho horas después salió del sótano entre desconcertado y feliz. Jamás me explicó qué había hecho. Le bastó una frase: inventario universal.
La puerta del almacén ni siquiera era amenazante. Casi daba pena de lo vulgar. Con aquel pomo sin cerradura. Esperé que gimiera al abrirla. Pero no. Hasta las escaleras eran tan cotidianas como las de cualquier trastero. Un poco más oscuras, quizá. Bajé sin saber muy bien qué encontrar. Y en efecto no había nada en aquel espacio perfectamente cuadrangular, demasiado pequeño, desnudo. Nada. ¿Qué había hecho mi tío tanto tiempo en ese submundo? Subí de vuelta entre el desencanto y el alivio cuando tropecé. Uno de los escalones era más alto que los demás, pero no lo había advertido al bajar. El miedo que nos pone en alerta, pensé. Pero al llegar a la puerta descubrí que no era la misma. Estaba pintada de un rojo denso y apagado. Y pesaba más. Mucho más. Al abrirla se hizo la luz.
Los clientes pasaban de un lado a otro, ejecutando contorsionismos imposibles para cederse el sitio. Parejas que reían. Niños maravillados. Grupos enteros de japoneses fotografiándose en cada rincón. Hablaban en todo lo que se podía hablar. Aquello no era mi librería. Aquello era Babel. Aunque las estanterías que retaban al horror vacui tenían algo familiar. No me costó conocer el lugar: Shakespeare and Company. Ese pedazo de paraíso que de algún modo había ido a parar a París. Recorrí las habitaciones para certificar que de verdad estaba allí. Que no era una ilusión. Hice la cola preceptiva para presentarle mis respetos a la cama de los Tumbleweed. Me senté en la pequeña sala de la ventana y resoplé como si hubiera venido de muy lejos. Porque así era, aunque solo había necesitado un tramo de escaleras para viajar.
En algún momento me levanté y comencé a vagar entre los turistas y los curiosos. Shakespeare and Company era uno de los lugares donde se escribía mi felicidad. Era la promesa de todo. Era la librería a la que siempre quise que se pareciera la mía. El ideal. Comprendí entre aquellos estantes que había algo que las conectaba. Algo indefinible. Tan escurridizo como ese pálpito que te revela con quién te vas a llevar bien. Hasta que en el último de los rincones de aquel otro laberinto vi una estantería familiar. La alumbraba otra bombilla parpadeante que parecía espantar las visitas. Nadie se acercaba a aquella esquina sin aparente encanto y casi sin luz.
Y allí estaban, como en mi propia librería: los libros que no se habían escrito. Una colección de comedias ligeras de Faulkner. Una novela negra de Tom Wolfe. Un tratado sobre la buena educación de Laurence Sterne. Y como si esperara en la letra N, vi el manual de ajedrez de Nabokov. El que me había fascinado de pequeño. Jugadas poéticas de ajedrez para infantes expatriados. No sé en qué momento lo saqué con la intención de llevármelo. Como quien recupera un muñeco de la infancia entre la quincalla de un mercadillo. Tan solo tuve que retirarlo, darme la vuelta y salir. Volver a la puerta por la que había entrado. Con el miedo duplicado de que me pillaran y de que las escaleras por las que había llegado no estuvieran ya. Pero estaban. Al menos la magia de las librerías respetaba su propia lógica singular. Fue al bajar, al tropezar de nuevo con el escalón irregular, cuando entendí lo que había pasado.
Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, el centro de la poca sabiduría que somos capaces de alcanzar, la clave para descifrar todos los misterios, la inteligencia secreta del planeta. Por eso los que tenemos la fiebre de la palabra nos sentimos en casa entre sus estanterías. El país da igual. Son todas el mismo lugar. Son la patria. Son la razón. En todas aguarda el mismo hechizo: el de la lectura, el del saber, el del reír, el del asombro. Entre todas quizá tienen la explicación de la humanidad. Lo decía mi tío sin explicarse del todo: “Nuestra librería es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo”.
Lo es.
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