Demasiado ‘tiki taka’ para el jazz
DeJohnette, Coltrane y Garrison aburren al personal en su actuación en Jazzaldia
Un festival de jazz, o de lo que sea, está hecho a base de grandes y pequeños momentos, los que al día siguiente figuran en las portadas en letra tamaño king size, y los más íntimos y recogidos que quedan para el recuerdo exclusivo de quienes los vivieron. Sucedió el viernes. Había un concierto en petit comité en los sótanos del Victoria Eugenia, 30, 40 personas, no más, y Ellis Marsalis con su cuarteto. Una cosa entrañable y de andar por casa con la que se quiso homenajear al viejito, último de los premios Donostiako que otorga el festival, celebrando su labor educativa tanto como su extraordinaria fecundidad. Cuatro de sus seis hijos son músicos de jazz, uno es poeta y el otro no sabe/no contesta. Está claro que, donde Ellis Marsallis pone el ojo, pone la bala.
Llega el vetusto jazzista y se sienta al piano con gesto cansado, el bastón de madera policromada a mano –atención al asustador león boquiabierto de la empuñadura-, y allá se le va el Monk que lleva escondido en el bolsillo interior de la americana. Y claro que no es el mejor pianista del mundo. Como si eso tuviera alguna importancia. En cambio, tiene ese qué sé yo de los grandes pianistas de antaño que hace que su jazz tenga un olor a santidad y a eternidad (por más que la eternidad, en el jazz, tenga fecha de caducidad). Y entonces llega Jesse Davis, redondo y sudoroso, y manda parar. “Quiero decir una palabras en torno a éste señor”, nos dice el saxofonista con expresión emocionada. “Ellis Marsalis no solo es mi maestro, sino mi verdadero padre”. Y el personal, los 30 ó 40, con los pelos como escarchas. Y el homenajeado, idem.
Lo que vino a decir: que Marsalis le recogió del arroyo y le puso un saxo en las manos, y le dio una razón para vivir (dentro de la legalidad vigente). Davis lleva dándole las gracias desde entonces. Ayer lo hizo por vez primera, en público. Díganme si no es para emocionarse.
Dedico el espacio de mi crónica al acto insignificante, si se quiere, pero altamente emotivo, antes de sumergirme en la vorágine de un festival caracterizado por la abundancia y variedad de eventos de toda especie y condición. Tantos, que uno debe elegir. A veces acierta, otras no. Ocurre cuando uno decide acudir al Kursaal para asistir al espectáculo de luz y color del franco-libanés Ibrahim Maalouf esperando encontrarse con algo que llevarse al oído, y se da de bruces con un chunda chunda que ni Ibiza en los tiempos del KU. Y el respetable enloquecido, dando brincos sobre los asientos. Me pregunto si me he perdido el reparto de Red Bull entre los asistentes previo al concierto.
De lo ocurrido por la noche en la Trini, voy a hablar poco. Primero, porque poco es lo que hubo de contable; segundo, porque poco es lo que pude percibir desde mi posición a kilómetro y medio del escenario, en medio del barullo de quienes van al jazz a debatir en torno a la representación del espacio como una intuición apriorística en Kant. Pero ésta es otra historia.
Tocaban DeJohnette (batería), Coltrane (saxos), y Garrison (contrabajo) una cosa adormecedora y mística, como el Barça jugando al tiki-taka. El objetivo es dormir la pelota y al contrario. Cuando éste se despierta, el balón está en la red y Messi dando saltos por el graderío Norte del Nou Camp. Solo que Ravi Coltrane y Jimmy Garrison no son Suarez y Neymar, precisamente, y queda Jack DeJohnette sin un pasador que le provea de un balón en condiciones, con lo que, al final, da igual lo que hagan, si tocan Blue in green o The sidewinder. Todo suena lo mismo.
Terminó la noche con Steve Coleman y sus nuevos Five Elements contundentes y eléctricos, y los del Tendido del Siete protestando por el volumen excesivo de la música. Que así no hay modo de hablar sobre Kant ni sobre nada. ¡Mecachis!
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