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CRÍTICA | LA VENGANZA DE UNA MUJER
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Diabólico ritual

En su cuarto largometraje de ficción, la portuguesa Rita Azevedo Gomes convierte el relato en absorbente melodrama de cámara

El cuerpo voluptuoso de una mujer se ofrece sobre el lomo de una esfinge, mientras un trajeado diablo la observa apoyado sobre las alas del mítico animal. Con esa imagen sintetizó, en su portada, el ilustrador Félicien Rops, referencia esencial para los simbolistas, el espíritu de Las diabólicas, libro del decadentista Jules Barrey D’Aurevilly publicado en 1874, entre acusaciones de obscenidad y blasfemia que el escritor capeó con la distancia del dandy que se disfraza de moralista mientras hurga en las flores del mal. “El arte tiene dos lóbulos como el cerebro. La naturaleza se parece a esas mujeres que tienen un ojo azul y el otro negro. He aquí el ojo negro dibujado con tinta, con la tinta de la pequeña virtud”, escribió Barbey D’Aurevilly en el prefacio de esa colección de seis historias protagonizadas por mujeres capaces de emplear la pasión como agente provocador en el seno de una sociedad burguesa adormecida entre partidas de whist y cotilleos sancionadores.

LA VENGANZA DE UNA MUJER

Dirección: Rita Azevedo Gomes.

Intérpretes: Rita Durāo, Fernando Rodrigues, Joāo Pedro Bénard, Duarte Martins.

Portugal, 2012.

Duración: 100 minutos.

La venganza de una mujer, relato que cerraba el volumen con una poderosa alquimia de elevación espiritual y degradación venérea, hermanadas en el lenguaje común de lo sublime, explicitaba la agenda oculta de un autor contradictorio por naturaleza -flirteó con el satanismo para convertirse al catolicismo en 1846-, que en ningún momento dejó de entender su arte como desafío a una moral dominante de efectos paralizadores en la literatura del momento. En el fondo, Las diabólicas respondía a un problema de lenguaje: ajustar el potencial expresivo de la literatura a unos tiempos definidos en la amoralidad y el crimen.

En su cuarto largometraje de ficción, la portuguesa Rita Azevedo Gomes convierte el relato –que había llevado al cine Robert Wiene un año después de El gabinete del doctor Caligari (1919)- en absorbente melodrama de cámara y lección magistral del medular parentesco, ya analizado por André Bazin, entre los lenguajes del teatro y el cine. La cineasta se coloca la máscara del artificio –el maestro de ceremonias, los decorados visibles- antes de encerrar al espectador en esa abismal habitación donde una duquesa devenida prostituta por venganza (regia Rita Durão) oficia su sacrificio mientras el sonido crea espacios, la luz los transforma y la cámara funde pasado y presente en largos planos en continuidad. Todo ello bajo la invocación de palabras de fuego sostenidas sobre gestos de precisión coreográfica. Como Barbey d’Aurevilly, Azevedo lucha contra algo: el cine como expresión estéril.

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