Música y propaganda, pero no paz
El concierto de la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo en las ruinas de Palmira parece un ejemplo de lo segundo disfrazado de lo primero
Un tributo a las víctimas del terrorismo del ISIS o un acto de propaganda política rusa. El concierto de ayer de la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo en las ruinas del anfiteatro romano de la ciudad siria de Palmira parece un ejemplo de lo segundo disfrazado de lo primero. Algo bello pero también interesado. Llenar de música y armonía un lugar salpicado hasta hace muy poco por la barbarie y el horror, pero hacerlo con músicos afines a la política de Putin e incluso con amigos personales. Rusia mantiene todavía hoy una política cultural autoritaria con ciertos ecos del pasado soviético, aunque obviamente sin la violencia de antaño. Ya no existe nada parecido a lo que sufrió Shostakovich y que retrata con intensidad psicológica la última novela de Julian Barnes, El ruido del tiempo, que acaba de aparecer en España. Se ha sustituido violencia por influencia. Y, aunque no pueda compararse la visita del compositor ruso a la Conferencia de Paz del Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York en 1949, enviado por Stalin, con la del director de orquesta Valeri Gergiev de ayer en el anfiteatro de Palmira enviado por Putin, la maquinaria propagandística resulta similar y conocida. Dos músicos rusos, que en cada momento encarnan el mayor prestigio internacional, como embajadores de un mismo mensaje: la música como vehículo para la paz. Pero no hubo tal cosa. Y ayer se producía durante este concierto otro bombardeo contra un campo de refugiados sirios cerca de la frontera con Turquía que se saldó con 28 muertos.
El concierto de ayer se tituló Oración por Palmira y fue anunciado tan solo unas horas antes. Se emitió en directo a las 17 (hora española) por el canal internacional ruso RT. En realidad pudo verse por streaming en todo el mundo y se encuentra disponible en el canal oficial de YouTube del propio RT. Duró algo menos de una hora y estuvo protagonizado por el director de orquesta Valeri Gergiev (Moscú, 1953), figura absolutamente emblemática de la música rusa a nivel internacional, junto a la orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo. Gergiev se convirtió en 1988 en principal responsable artístico y musical de ese mítico teatro en donde Musorgski, Chaikovski o Rimsky-Korsakov estrenaron algunas de sus más conocidas composiciones. En pocos años lo convirtió en un referente internacional, lidiando con las tremendas dificultades anejas a la caída de la Unión Soviética, a la par que se convertía en 1995 en su director general o impulsaba una impresionante carrera fuera de Rusia como director de orquesta. Su fama como director pluriempleado roza casi la ubicuidad, aunque su impresionante talla artística le ha mantenido como invitado al frente de las mejores orquestas del mundo que ha combinado con puestos en Rotterdam y Nueva York, sin desatender nunca su vinculación con el Mariinski; actualmente está terminando una titularidad en la Sinfónica de Londres y empezando otra en la Filarmónica de Múnich. Su relación con Vladimir Putin viene de lejos. Surgió en esos mismos años, en los que el actual presidente de la Federación Rusa era alcalde de San Petersburgo (1990-1996). Gergiev siempre ha admirado la predisposición de Putin hacia la música clásica y ha apoyado públicamente todas sus decisiones. Esgrime como argumento unas diferencias culturales de la sociedad rusa que no podemos comprender desde Occidente. Y nunca ha temido las eventuales consecuencias que ello pudiera tener en su carrera. Fue uno de los primeros artistas en apoyar sus políticas en Crimea, pero también su ley contra la propaganda homosexual o la condena a las integrantes del grupo Pussy Riot. Por su influencia y prestigio ha sido premiado por el propio Putin con varias condecoraciones, como la de Héroe del Trabajo de la Federación Rusa en mayo de 2013.
Pero hubo otros protagonistas en el concierto ayer en Palmira. Tras la presentación y los discursos de Gergiev y de Putin, que intervino desde su residencia en la costa del mar Negro a través de una pantalla gigante, tocó el joven violinista ruso Pavel Milyukov (Perm, 1984) la famosa Ciaccona de la Segunda Partita para violín solo de Bach. Se le presentó como ganador del último Premio Chaikovski de Moscú, pero en realidad obtuvo el tercer premio ex aequo en ese certamen. Conviene recordar que el Premio Chaikovski de Moscú surgió en 1958 en plena Guerra Fría para mostrar a Occidente la superioridad cultural rusa y, a pesar de los cambios evidentes desde entonces, mantiene el prestigio y la significación política con un distinguido jurado internacional que preside el propio Gergiev. Fue una interpretación de Bach tan correcta como poco inspirada, pero en todo caso superior a lo que se escuchó a continuación: Quadrille de la primera ópera No sólo amor del compositor Rodion Shchedrin (Moscú, 1932), un interludio humorístico para violonchelo y orquesta muy poco apropiado para la ocasión. Shchedrin es hoy otra figura indiscutible de la cultura rusa y un importante compositor, aunque fuera más conocido internacionalmente como esposo de la famosa bailarina Maya Plisétskaya (1925-2015) para la que escribió varios ballets. Shchedrin siempre ha estado vinculado ideológicamente al Kremlin y a Putin que le concedió la Orden al Mérito en 2007. El solista de violonchelo fue Sergei Rolduguin (Sajalín, 1951), un músico conectado a San Petersburgo como profesor y director de su Conservatorio, que actualmente dirige la Casa de la Música de San Petersburgo. Rolduguin ha tenido una reciente notoriedad pública como supuesto testaferro del propio Putin en los “Papeles de Panamá”. En este caso, se trata de un amigo muy cercano al presidente ruso, pues no sólo le presentó a su ex-esposa Lyudmila sino que es padrino de su hija María. Su interpretación fue descuidada y carente de toda gracia, aparte de la propia naturaleza poco congruente de la pieza de Shchedrin.
Lo mejor vino al final con Gergiev dirigiendo una composición que domina a la perfección: la Primera sinfonía “Clásica” (1917) de Prokofiev. El director ruso la presentó como un homenaje a los clásicos, aunque el propio compositor era un convencido modernista y la consideró una divertida “gamberrada”; adoptó un lenguaje neoclásico como reto para convertir una de sus composiciones en un “clásico”. Y lo consiguió, pues es su sinfonía más conocida. Gergiev dirigió una versión intensa, precisa y trepidante de la obra, aunque con un orquesta algo deslavazada donde no pudieron actuar sus integrantes femeninas por razones que no se han aclarado. En todo caso, no creo que fuera un problema para Putin y los rusos, un país donde directores mayores y jóvenes, como Yuri Temirkanov y Vasily Petrenko, defienden que una mujer no está capacitada para dirigir orquestas con argumentos tan asombrosamente naturales como que los hombres no podemos dar a luz. Quizá Gergiev tenga razón y no comprendemos desde Occidente la cultura rusa, pero sí la propaganda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.