El ‘copyright’ de nunca acabar
Cualquiera que tenga el corazón en su sitio asume que el autor debe ser recompensado; ahora se pide que su usufructo resuelva la vida de los bisnietos
Asombra enterarse de que usar el Bolero todavía exigía pagar a los herederos: parecía que formaba parte del acervo global. Ocurre que las enseñanzas de la pieza de Ravel fueron asimiladas por muchos músicos del siglo XX: están en discos de Gil Evans con Miles Davis pero también en White rabbit, el himno lisérgico de Grace Slick, sin olvidar a los minimalistas neoyorquinos.
Sí, es bueno que las obras maestras funcionen como abono para la creación futura. Otro asunto es cuánto amparo merece la obra primigenia. Cualquiera que tenga el corazón en su sitio asume que el autor debe ser recompensado; aceptaría incluso que algún tipo de retribución alcance a sus hijos. Pero ahora se pide que su venta, interpretación o usufructo resuelva la vida de los bisnietos.
Los lobbies de la industria cultural rondan a los parlamentarios, explican el estropicio causado por Internet y, zas, logran fortalecer el copyright. Suelen personalizar sus campañas: la estadounidense Copyright Term Extension Act de 1988 es conocida como ley Sonny Bono, en memoria del representante republicano —y fundador de Sonny & Cher— que lideró el proyecto para que el copyright se prolongara 70 años tras la muerte del autor. En realidad, deberíamos hablar de la ley Mickey Mouse: si se trata de una obra de “autoría corporativa”, son 120 años tras su creación; los accionistas de la Walt Disney Company duermen más tranquilos desde entonces.
En 2011, la Comisión Europea amplió la ventana de protección a las grabaciones de 50 a 70 años. Popularmente, es la ley Cliff, en referencia a su principal activista, el cantante Cliff Richard. En el fondo, estaba pensada para blindar los derechos de The Beatles, los activos más valiosos de la industria discográfica, que en 2012 comenzaban a pasar al dominio público.
Así, se legisla bajo el imperativo sentimental: nadie quiere que sus referentes culturales terminen insertados en producciones porno o manipulados por discográficas chanchulleras. Pero no: la ley Cliff dificulta el funcionamiento de sellos de impecable trayectoria, expertos en esos lanzamientos historicistas que las grandes multinacionales ni saben ni quieren confeccionar.
Como política general, entiendo que se busque robustecer la economía de las asediadas empresas fonográficas, sean las tres majors o sus hermanas pequeñas. Pero estas generosas concesiones terminan favoreciendo al rico: fortunas para grandes corporaciones o ilustres patrimonios… y migajas para el resto.
La industria de la música se construyó sobre contratos leoninos (imaginen una hipoteca en la que, una vez pagado el préstamo, la propiedad del piso continúa siendo del banco). El negocio de las editoriales musicales, menos afectado por la era digital, también oculta un historial de acuerdos injustos: su materia invisible facilita el engaño a compositores novatos, mal aconsejados y necesitados de dinero fresco.
Ignorantes de esos pecados originales, funcionarios y diputados volverán a picar la próxima vez que los cabilderos pidan audiencia. Ya que no pueden plantear un copyright sin fecha de caducidad, maniobraran para colocar otro parche que permita seguir ordeñando la vaca. Y disculpen tanta metáfora agrícola: aquí huele a boñiga.
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