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GENTE SINGULAR | JUAN ANTONIO CORBALÁN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando el deporte era una moral

Fue el mejor base de Europa y una estrella del baloncesto español

Manuel Vicent
Juan Antonio Corbalán.
Juan Antonio Corbalán. JORDI SOCÍAS

Una persona se define por lo que hace, no por lo que dice. Está escrito en el Libro Sagrado: por sus frutos los conoceréis, una regla que puede aplicarse al conocimiento de Juan Antonio Corbalán por la forma cómo en sus tiempos de gloria jugaba al baloncesto y por el trabajo y la disposición de servicio que usa ahora ejerciendo el liderato fuera de la cancha.

En las universidades anglosajonas el deporte es una asignatura capital. De hecho, cualquier chaval que demuestre vocación y aptitudes deportivas sobresalientes tiene becas aseguradas siempre que su actitud positiva en el equipo sirva de modelo a los demás alumnos en la vida académica. En la cancha se desarrollan las virtudes mayores de la conducta humana: el juego limpio, el esfuerzo conjunto, la actitud serena ante la victoria o la derrota, la superación del fracaso, la entrega, la generosidad, el compañerismo. También se halla implícita la parte negativa del espíritu: la desconfianza, la cobardía, la hipocresía de disimular la agresión levantando los brazos como diciendo “yo no he hecho nada” mientras el adversario se retuerce en el suelo.

Corbalán vino al mundo en una barriada del sur de Madrid, entre Carabanchel y Usera, en 1954, hijo de un piloto republicano, que lejos de imbuirle la conciencia de la derrota sufrida en la Guerra Civil le preparó para que fuera orgulloso y constante como él en el combate de la vida. Corbalán se formó en el colegio San Viator, cuyo edificio conserva aún la forma de dos alas de avión, “para llevar las almas a Dios”, según decían los religiosos que lo regentaban. Eran tiempos difíciles en un barrio duro. A muchos de aquellos chavales la cancha del baloncesto les salvó de enrolarse en las pandillas golfas de los billares y del descampado, del tedio de las tardes desoladas de domingo con las manos en los bolsillos, que puede desembocar en la delincuencia. Corbalán recuerda con mucho afecto a aquellos profesores que le llevaron por el buen camino. Tampoco se necesitaba ser un adivino para descubrir que aquel chico era un superdotado para el deporte, del basket en este caso.

La rutina de cada día consistía en la ida y venida de casa al colegio, el baloncesto de seis a ocho de la tarde, el cine de los domingos, las primeras novias. En los años sesenta del siglo pasado aún quedaban muchos restos de miseria en España pero había comenzado a desaparecer el color panza de burro que lo envolvía todo. Aunque la libertad aún quedaba lejos, el horizonte comenzaba a abrirse con los primeros triunfos deportivos. Corbalán se dio cuenta enseguida de que el baloncesto era un deporte para altos pero en la cancha del colegio jugaban mejor los pequeños y que la voluntad puede añadir ese palmo de altura que te falta.

Muy temprano empezaron sus triunfos. Primeros campeonatos entre colegios en algunas ciudades de España que le permitieron salir de aquellas cuatro calles alrededor del colegio en que se movía su vida hasta que llegó el ojeador, un ángel que siempre se cruza en el camino, quien le propuso pasar al equipo de juveniles del Real Madrid. Tuvo que cambiarse al colegio Claret en Torres Blancas al norte de la ciudad. Antes lo tenía todo a cinco minutos de su casa. Ahora empezaba la gran aventura. Pasar de la realidad al sueño.

Juan Antonio Corbalán fue en su tiempo una estrella del baloncesto español, medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles y declarado el mejor jugador base de Europa. En efecto, desde ese puesto creaba y orientaba la estrategia, cohesionaba el equipo, elevaba la moral ante los errores, aplacaba la euforia gratuita ante la victoria. Nunca veía enemigos en el equipo contrario, sino adversarios que estaban enfrente para que uno pudiera superarse a sí mismo al vencerlos.

Quien conozca de cerca a Corbalán sabe que sigue siendo un base fuera de la cancha en cualquier orden de la vida. Quien recuerde haberle visto jugar sabe que la personalidad de este deportista iba mucho más allá de la grada. Había un aura en su figura que lo hacía distinto de los demás. Todo esto sucedía en aquellos tiempos en que el deporte estaba a punto de dejar de ser una moral para convertirse en un espectáculo.

La biografía de este personaje es un ejercicio de aprendizaje de la forma de asumir un liderazgo en la cancha y de aceptar la vida más allá de los vítores y aplausos, los abrazos y los autógrafos. Corbalán tuvo la tenacidad de estudiar medicina en los apuntes iluminados con una linterna durante las idas y venidas con el equipo en el autobús del Real Madrid por todas las ciudades de España y Europa hasta convertirse en un cardiólogo de prestigio.

La cuestión es asumir la vida como una conquista diaria sin que te ofusque la gloria del pasado ni te haga olvidar el futuro. Saber defender, saber encestar sin canasta, esta es la lección. Hoy cuando el deporte de élite está gobernado por el dinero y cada palco de estadio parece una cueva de forajidos, cuando el destino del atleta consiste en llevar una marca de zapatillas a la meta, cuando la sed del vencedor solo se aplaca con el anuncio de un refresco, es admirable entrar en un bar en compañía de Corbalán y comprobar cómo brindan todavía por él los viejos admiradores al pie de la barra.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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