Cómo ser moderno a toda costa
La sociología es todo y nada, de modo que Carlos Moya comenzó a aplicársela a sí mismo como lección práctica
Este rostro, que parece confeccionado a medias con el autorretrato del escultor Miguel Ángel y el de Clint Eastwood en una película de Sergio Leone, pertenece por derecho propio al sociólogo Carlos Moya, quien se ha ganado a pulso a lo largo de la vida las huellas que el estudio y el placer le dejaron en la piel. Se trata de un ejemplar humano, que por lo visto llegó a este mundo con la idea de ser moderno a toda costa. Nació en Córdoba en 1936, en una familia de profesores de la Normal, amigos de la Institución Libre de Enseñanza, una veleidad que si bien pudo haberlos llevado directamente a la cuneta, se saldó después de la guerra solo con el destierro en Albacete en cuyo instituto nuestro héroe estudió el bachillerato. Esta es la breve historia de un superdotado.
Cuentan que a los ocho años leía con la misma fruición los tebeos de El Hombre Enmascarado y el Infierno de la Divina Comedia, ilustrado por Gustavo Doré. Fue un chaval reflexivo y reservado; tenía ya entonces un modo peculiar de hablar como masticando cada sílaba de cada palabra, pero incluso los compañeros más crueles le respetaban gracias a la admiración que produjo en clase su primera redacción, con 13 años, leída en voz alta como ejemplo por el profesor de Lengua. Fue en 1949. El tema era el cardenal húngaro Jozsef Mindszenty, perseguido por los comunistas, que permanecía refugiado en la embajada de Estados Unidos en Budapest. En la redacción Carlitos Moya comparaba al cardenal con uno de los primeros mártires del cristianismo. “Han pasado veinte siglos desde que en la augusta Roma…”. Con esta frase sonora empezó su fama.
Se matriculó en Derecho en la universidad de Valencia y después de un duro examen obtuvo la beca del colegio Beato Juan de Ribera de Burjassot para alumnos superdotados, que incluía alojamiento, pensión completa, matrícula gratuita y un dinero de bolsillo para el tren eléctrico que le llevaba diariamente a clase. Este colegio elitista estaba regido con mucho rigor por un sacerdote secular, con misa, plática, comunión diaria y prohibición de salidas a partir de las 10 de la noche, pero Carlos Moya fue el primero en saltar la tapia para ir a la ciudad a echarse alguna juerga nocturna.
Era entonces un universitario con aires de empollón, autosuficiente y barojiano, que paseaba su buena planta por el claustro de la facultad con chaqueta y corbata, como era obligado y estaba a la que salta a la hora de ligar; de hecho en aquella Valencia huertana obtuvo Carlos Moya dos conquistas: conoció y se enamoró de Natalia, su primera esposa, y se adentró en el estudio de la Sociología, una disciplina nueva, esa quisicosa, como decía Unamuno, y que nadie sabía en qué consistía. El rector Corts Grau, catedrático de Derecho Natural, transido de nacional catolicismo, se avino a dirigirle la tesis del doctorado cuando Carlos Moya regresó de Alemania donde había sido discípulo de René König en Colonia.
Ya instalado en Madrid comenzó a dar de sí este joven intelectual, primero en el entorno de Ruiz-Giménez, luego a la sombra de Tierno Galván, mientras elaboraba textos cada vez más intrincados de sociología en la cátedra de la Complutense y de la Universidad a Distancia. La sociología es todo y nada, de modo que Carlos Moya comenzó a aplicársela a sí mismo como lección práctica ejerciendo los nuevos ritos que experimentaba la sociedad. De esta forma se adentró en el campo de troskos, ácratas y comunistas de variado color con la suficiente autoridad para ser al mismo tiempo rojo y frívolo, comprometido y diletante, inteligente y provocador sin dejar de quemarse las pestañas en lecturas que se iban convirtiendo en lecciones, artículos y libros muchas veces indescifrables. Ahí está su estudio sobre el Leviatán para el que se atreva a hincarle el diente.
En aquellas noches de la democracia en Madrid a Carlos Moya te lo encontrabas siempre en el lugar apropiado, en el café Gijón, en Oliver, en Bocaccio, en Carrusel, en Rockola de los posmodernos, entre cineastas malditos y jóvenes penenes represaliados, rodeado de libros y ligues por todas partes, en mesas redondas, congresos y simposios. A su debido tiempo experimentó la conversión al placer obligatorio en el primer viaje a Ibiza y Formentera, años sesenta, allí donde los estalinistas llegaron un día con traje marengo alicatado hasta la nuez y regresaron con pantalones de panadero y el esternón abrasado, allí donde unos pintores marxistas que hasta entonces solo habían pintado segadores y mineros cambiaron el betún de Judea por una paleta celeste para crear chicas azules desnudas sobre almohadones.
Carlos Moya también fue el primero en inaugurar una nueva forma de divorciarse. Hasta entonces era el hombre el que decidía abandonar el hogar e irse con otra; en cambio, a Carlos Moya fueron sus dos esposas, Natalia y Macarena, las que optaron por echarlo de casa a los tres años de casado cuando él se movía como un gurú en medio de una fratría de conjurados por la modernidad. Si el grito sociológico de los años setenta era "Follad, follad, que el mundo se acaba", ahí estaba Carlos Moya para explicar esa disciplina a sus discípulos bajo la inspiración del cannabis. Todo consistía en llevar los placeres terrenales al límite del rigor académico, a la manera de los universitarios marcusianos de California, cualquier cosa con tal de sacudirse la caspa de la España negra.
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