La crisis de los periódicos
La salvación, para ser duradera, debe proceder de los propios recursos de cada publicación
A fines del siglo pasado reputadas voces del periodismo norteamericano auguraron que para 2020, o antes, ya no habría periódicos de papel en Occidente. La predicción no se ha cumplido, pero no era un disparate. En los últimos 15 o 20 años el número de publicaciones, no solo diarias, ha decrecido tanto en EE UU como en Europa, al tiempo que caía su difusión.
Yo no soy de los que creen que el periódico impreso vaya a desaparecer, pero sí de que su salvación sobre bases económicamente sanas solo puede venir de la operación digital
Yo no soy de los que creen que el periódico impreso vaya a desaparecer, pero sí de que su salvación sobre bases económicamente sanas solo puede venir de la operación digital
Yo no soy de los que creen que el periódico impreso vaya a desaparecer, pero sí de que su salvación sobre bases económicamente sanas solo puede venir de la operación digital. ¿Y cabe preguntarse cómo se ha llegado a esta situación? La opinión pública da las más variadas respuestas: la crisis económica general repercute muy negativamente en la publicidad; esta no sostiene ya como antes a los diarios impresos y tampoco está claro cuándo lo digital pueda compensarlo; se habla, asimismo, de la pérdida de calidad de los periódicos y su enfeudamiento a intereses ajenos a lo público; pero hay una explicación que lo domina todo: Internet. Cuando decía que el ciudadano/a occidental encontraba cada día menos razones para efectuar la operación antes citada, no quería decir, sin embargo, que hubiera dejado de leer periódicos, sino que hoy lo hace con mucha mayor comodidad, en forma gratuita o siempre a un costo menor que lo que entraña el desplazamiento hasta el kiosco.
Habrá diarios que sobrevivirán, con o sin esa subvención de sus hermanos —pero nunca gemelos— digitales, mediante el cobijo que encuentren en mecenazgos, patronatos, asociaciones del buen vivir o, directamente, como en Francia, subvenciones o desgravaciones; lo que dicen que París tiene “sentido de Estado”. Pero la salvación, para ser duradera, debe proceder de los propios recursos de la publicación, y ocurre que los diarios digitales no han alcanzado globalmente el punto en el que puedan sufragar su propia versión de papel. Pero la situación no puede reducirse a un esperar y ver, porque abundan las asechanzas en cada revuelta del camino.
Las redes sociales ejercen una doble influencia sobre la prensa de papel, a la vez positiva y negativa. Los periódicos tienen que estar en las redes, Twitter y lo que toque, porque no hacerlo equivaldría a no existir, con lo que estos foros sirven en principio de caja de resonancia de la prensa de papel, pero también aspiran a reemplazarla; si leemos lo esencial de lo que hay que saber diariamente en las redes, ¿a qué molestarse en buscar la versión digital del periódico, gratuita o mediante peaje, el famoso pay wall? Las redes vehiculan lo que, genéricamente, podemos llamar comunicación, mientras que los periódicos, digitales o impresos, aspiran a que lo suyo sea información, materia prima de actualidad procesada con arreglo a criterios profesionales para el consumo público. Y con ello llegamos al meollo de la cuestión. Parece probado que el número de horas/persona dedicado al consumo de redes sociales —básicamente, comunicación— aumenta más rápidamente que el destinado a recibir información. La comunicación indiscriminada y sin denominación de origen le basta a guisa de información a buen número de usuarios. Y esa desproporción debe influir necesariamente sobre el éxito de las operaciones digitales. No basta, por tanto, esperar a que se produzca el santo advenimiento, sino que hay que hacer mejores periódicos para que la información le gane la batalla a la comunicación y con ello se salve el periodismo, naturalmente multimedia. En Internet, por supuesto.
Babelia
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