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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Alan y Francesca

Marcos Ordóñez
El actor y director británico Alan Rickman.
El actor y director británico Alan Rickman.

La actriz Francesca Piñón me cuenta algo que desconocía: su hermosa amistad con Alan Rickman. “No quiero hablar de mí, quiero hablar de él, celebrar su memoria. Conectamos desde el primer día, en el rodaje de El Perfume, en 2005, en Girona. Teníamos varias escenas juntos. Él era el padre de la niña, yo era una posadera, un papel muy pequeño. Alan ya era una superestrella. Yo veía que los niños le rodeaban por la calle y le pregunté “¿Por qué te adoran tanto los críos, Alan?”. “Es por esas películas, Francesca”. Yo entonces no sabía nada de Harry Potter. “Las veré, las veré”, le decía. Él se encogía de hombros, sonreía. “No hace falta”. Todos me habían dicho: “Rickman es arrogante, seco, no habla con nadie” Y me encontré con un hombre adorable, maravilloso, que me ayudó en todo. Hacía algo increíble: cuando me equivocaba con el inglés fingía equivocarse también para que repitiéramos la escena como si fuera culpa suya. Comenzamos a hablar y ya no paramos. Como era una superproducción, estuvimos un mes entero rodando. Descubrimos que teníamos las mismas ideas sobre teatro, que nos gustaban las mismas películas, los mismos pintores, los mismos libros. Eran sorprendentes las coincidencias: Lost in translation, Lucien Freud, Torné Esquius. O el soneto 130 de Shakespeare, que había grabado y que me regaló.

Alan era la generosidad pura. Cada vez que estrenaba una función me invitaba a Londres y me enviaba dos entradas. Y allí seguíamos hablando como si continuásemos una conversación del día anterior. Era también muy humilde: nunca hablaba de él ni de su trabajo. Y muy autocrítico. Todos adoraban su voz, tan grave y tan seductora. Alan no lo entendía, porque no la soportaba. “¿Cómo puedes decir eso? Tienes una voz extraordinaria”. “Os equivocáis”, decía, “es una voz plana, sin matices”. No era falsa modestia: decía siempre lo que pensaba, del mismo modo que no le gustaba el teatro de Londres. “Demasiados musicales. Hay muy pocas cosas que valgan la pena”. Quería hacer un teatro distinto, comprometido. Se ilusionó mucho con My name is Rachel Corrie, que coescribió con Katherine Viner, sobre los diarios de Corrie, y dirigió luego. Quería hacerla en Barcelona y que yo la interpretara. “No doy la edad, Alan”. “La edad está en la cabeza”, me contestaba. Moví el proyecto por todos los teatros. Nada. Algunos me decían: “No podemos pagar a Alan Rickman”. Y él se había ofrecido a hacerla por cuatro cuartos, solo porque quería que trabajásemos juntos. No hubo manera. Qué pena.

Alan decía que los dos éramos del siglo diecinueve, que nos conocíamos desde entonces. En vez de hablar por teléfono, decidimos escribirnos siempre con pluma y en francés, en postales que seleccionábamos muy cuidadosamente: tenían que ser importantes para ambos. Nos escribimos mucho, durante mucho tiempo. Hasta el último año. Pensé: “Lógico, demasiado trabajo”. Y de repente… Ahora vuelvo a ver su imagen y sonrío. Siempre me hacía reír. Era una fuerza. Una fuerza que ahora no sé dónde voy a encontrar. À la prochaine, Alan”.

 

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