Náufragos del pegamento
Frente a la pantalla repetía diálogos y lanzaba besos imaginarios: esta es la historia de un niño de la calle que iba todas las mañanas al cine
Aprovechando la oscuridad de la sala sacaba la bolita de papel empapada en pegamento y se la metía en la boca. El cine, a esas horas de la mañana, estaba vacío. Juan Montalbo sentía entonces que le crecía la barba y comenzaba a hablar con un balón, como el náufrago.
-La pasé bien mal con ese güey que se pierde en una isla –recuerda-. Me metía tanto en la pinche película que yo era el protagonista. Alucinaba bien cabrón.
Cuando el hombre barbudo de la pantalla decidió huir de la isla echándose al mar en una balsa que construyó, parecía que había pasado lo peor. Pero en medio del océano le sorprendió una tormenta y la barcaza zozobró. Juan vio en ese momento que la sala se inundaba. La salida de emergencia quedó taponada por el agua. Cuando le llegó al cuello, tuvo que subirse sobre el respaldo de la butaca para no ahogarse. En ese momento entró el acomodador, un tipo con una linterna en la mano, y se encontró a un muchacho de 100 kilos, con los ojos desorbitados, agarrado como una gárgola al respaldo del asiento.
El naufragio solo estaba en su cabeza.
Si a los seis años Mozart era un intérprete avanzado de instrumentos de tecla y un violinista notable, Juan Montalbo era capaz de liar un porro en menos de un minuto. Vagaba como un perro callejero por el extrarradio de la Ciudad de México, hijo de un padre alcohólico al que apenas conoció y una madre que se pasaba el día limpiando la casa de otros. A los diez estaba enganchado al pegamento. Dejó de dormir en casa y nadie lo echó de menos. Comenzó a ganarse la vida en los semáforos, primero como tragafuegos, hasta que la garganta se le irritó de tanta gasolina, y después como faquir. El espectáculo de Juan consistía en desplegar una tela llena de cristales rotos por los que restregaba la cara y el cuerpo.
Con el dinero recaudado a lo conductores, todavía con la espalda y la frente llena de esquirlas, iba al cine en sesión matinal, cuando apenas había espectadores. Escondía en un bolsillo la mona, un trozo de tela bañado en disolvente de pintura o en pegamento para pegar tuberías de plástico. Si llevaba un bote entero de químicos que había comprado en la ferretería, echaba dentro un chicle para camuflar el olor al de la taquilla o al que vende palomitas.
Montalbo no tiene teléfono. Raramente mira su Facebook. A veces, cuando está sin blanca, vuelve a hacer de faquir en un paso de cebra de calle Artículo 123 esquina con Balderas, en el centro del DF. El día que le vi actuar colocó su barriga balompédica sobre los cristales ante la mirada de los transeúntes. Una monja de un convento cercano se persignó y un señor con bigote que decía ser médico se ofreció a curarle las heridas. Envalentonado por la atención que estaba despertando, puso la cara en los vidrios y boqueó como un pez fuera del agua. Con un corte en la sien y un hilo de sangre que le caía por la mejilla recorrió las ventanillas de los coches que esperaban en el semáforo en busca de una propina. En ese momento tenía algo de gladiador victorioso.
Cuando iba a ver películas se quedaba “bien trabado”. Elegía las de acción pero si esa semana no había estrenos, entraba a la sesión que fuese, dibujos animados o documentales. Si estaba solo en la sala, algo que ocurría a menudo, correteaba por los pasillos, trepaba por los asientos, agarraba el extintor, gritaba, tapaba la luz del proyector o lanzaba el paquete de palomitas por los aires. Tomó por costumbre inhalar recostado en el asiento, clavando la mirada en el techo.
En grandes cantidades, estos productos derivados del petróleo atrofian la corteza cerebral, atacan los hígados, los pulmones, el corazón, y pueden acabar provocando ceguera. Un día inhalar dejó de hacerle efecto y, en un acto desesperado por colocarse, comenzó a meterse la mona en la boca. Recuerda haber visto Harry Potter, Apocalypto y una de dos vaqueros “que acaban cogiendo”.
Frente a la pantalla repetía diálogos, repartía besos imaginarios a las mujeres más guapas que dice haber visto nunca y se lanzaba al suelo en caso de que zumbasen las balas a su alrededor. Ponía de su cosecha en el mundo único, inaccesible, que creaba en la sala de cine: “No sé, me decía a mi mismo: Juan, estás bien cabrón, eres el mero mero. Se me rifaban las chavas”.
-No me gustó cómo acabó la peli del náufrago.
-¿Por qué?
-Su chava se fue con un dentista. Y él le lleva un paquete a una señora. ¿Pero eso qué?
-Creo que era un mensaje de esperanza.
-Bien malo.
-Ahí tienes razón.
Los días de cine de Juan acabaron de manera abrupta. Un vigilante de seguridad –el de la linterna no, a ese lo cambiaron de centro comercial- empezó a acecharlo. El cliente pidió que lo trataran con respeto, puesto que a esas horas era casi el único consumidor, salvo algunos jubilados o pervertidos que se dejaban caer por allí muy de vez en cuando. En labores de espía, el vigilante lo agarró una mañana consumiendo un líquido para quitar capas de pintura: “Me dijo: ‘Juan, te avisé. Este sitio no es para andarte endrogando’. Desde entonces no regresé”.
Babelia
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