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Bogotá también es un Bronx

El joven cineasta Carlos Zapata retrata en 'Las tetas de mi madre' la parte más olvidada de la ciudad a través de la historia de dos niños de 12 años

Ana Marcos
El director de cine Carlos Zapata
El director de cine Carlos ZapataCamilo Rozo

A partir de la calle novena, en una frontera que no aparece en las cartografías, Bogotá es de color amarillo, como si se hubiera detenido en una fotografía mal conservada de una época antaño luminosa. La mugre recorre el sur de la ciudad donde la epidemia se llama adicción y pobreza. A patadas los niños se vuelven hombres, rima el rap en estos distritos. La sensibilidad es de maricas y se aprende a querer lo que te acaba matando. Esta otra capital de Colombia, que puede llamarse por el nombre propio de sus barrios, el Bronx, Santa Fe, Las Cruces o La Perseverancia, fue el parque de diversiones de Carlos Zapata. Y el director de cine de 29 años lo retrata en Las tetas de mi madre: su historia, la que cuenta la distancia emocional que le separó de su madre. "No es una película de putas y drogas, ese es el entorno, un personaje más", empieza por aclarar.

Zapata tenía en la cabeza a Freud, el complejo de Edipo y una estructura dramática similar a Edipo rey de Sófocles. Para bajar todas estas elevadas referencias a la acera recurrió a sus recuerdos a través de la historia de dos niños de 12 años. Él y su amigo. En este caso, Martín que vende pizzas para ir a Disney y Cacharro que reparte la droga que le sobra después de armarle los pipazos (pasta base de cocaína) a su madre. Como el cineasta y sus colegas, los protagonistas de la película aprenden que para sobrevivir tienen que ser protagonistas de la calle, aunque en el fondo lo que querrían es que alguien, sus padres, les preguntaran: "Corazón, ¿cómo estás?". Ese sentimiento guiaba a Zapata hasta que con 20 años tuvo que salir corriendo a Panamá cuando vio a su mejor amigo morir apuñalado. "Le dieron aquí y aquí y después en la espalda, caminaba y se le salían las tripas", cuenta señalando los lugares por donde se le escapaba la vida a su compadre. "A los tres días estaba fuera del país. Unos mueren, otros están en rehabilitación y algunos tuvimos esta terapia de choque".

Cuando regresó, se formó como cineasta, se casó, tuvo un hijo y comenzó una nueva vida. Pero no se olvidó de su obsesión por los malandros, esos personajes de la calle y de las películas de Martin Scorsese que veía cuando su madre le castigaba y no podía hacer otra cosa que ponerse delante de la pantalla. A los 13 años era uno de ellos. "Ya lo sabía todo", dice. Su amigo le enseñó las drogas, a él y a sus compañeros de colegio. "Estábamos todos embalados de perico en clase", recuerda. "Un descontrol". Sus personajes trafican, pero a ritmo mucho más lento. Para contar "la Bogotá de Kubrik", como le gusta llamarla, ha decidido hacerlo con una cámara de 8 milímetros que se mueve en secuencias lentas donde el diálogo es el justo e imprescindible. Hablan los ojos de estos dos chavales, la mirada perdida de sus madres por las drogas o por la incapacidad de manejar sus vidas y el rap de Crack Family, una de las bandas más populares al sur de la ciudad. Los sonidos de un retrato que recuerda a Barrio de Fernando León de Aranoa o a El bola de Achero Mañas. Un cuadro generacional que "muchos en el norte no quieren ver", apunta.

Para evitar esos prejuicios que bajan desde las lomas de la ciudad, el director inmiscuyó a todo el equipo de la película en el mundo que había vivido. No les dio el guion en ningún momento, los puso a caminar por el Bronx, les enseñó cómo se arma una pipa de ese cóctel letal llamado bazuco, pasaron una noche en el barrio y entonces, dice, "empezaron a humanizarse". Recorrían estas calles sin pensar que estaban rodeados de "ladrones y ratas". "El director tiene que ser provocador para que las cosas se den", asegura. "Se dieron cuenta de que la mugre es una adicción que tiene cura si los políticos quisieran".

La segunda película de Carlos Zapata se puede ver desde el 5 de noviembre en una sola sala (y alternativa) de Bogotá. Aunque consiguió la financiación necesaria y el reconocimiento de varios festivales internacionales como el de Guadalajara, excusas suficientes para que su director considere que ha hecho (casi) una superproducción -"50 personas, un huevón llevándome la silla… No quiero esto más"-, no ha llegado a un circuito más amplio. "El sistema del cine en Colombia es perfecto hasta que llega al paso de la exhibición", opina. Pese a todo, las entradas están agotadas hasta diciembre. "La película se ganará el respeto ella sola. La gente la pondrá en su lugar".

Esa gente, "los pelaítos de los estratos 2 y 3", los más humildes de la ciudad, ya han hablado. "Esa es la verdad, viejito", le dicen al director. "Se necesita hacer más cine de este tipo. Desde adentro. Una memoria a largo plazo para nuestros hijos y nietos", contesta él.

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Sobre la firma

Ana Marcos
Redactora de Cultura. Forma parte del equipo de investigación de abusos en el cine. Ha sido corresponsal en Colombia y ha seguido los pasos de Unidas Podemos en la sección de Nacional, además de participar en la fundación de Verne. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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