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EL CORREO DEL ZAR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

José Luis y el leopardo de las nieves

Noticias desde el lejano e inhóspito Ladakh del felino más bello y elusivo del planeta

Jacinto Antón
Un ejemplar de leopardo de las nieves.
Un ejemplar de leopardo de las nieves.AGE Fotostock

Sonó en mi bolsillo como un aviso usual de WhatsApp. Pero la foto que apareció en la pantalla del móvil no era nada corriente. Mostraba a un leopardo de las nieves. Me quedé paralizado contemplando al animal, uno de los más secretos y elusivos del mundo, y vi, innecesariamente, el nombre del remitente: José Luis lo había conseguido.

No todos los días recibes desde el otro lado del planeta, mientras te comes un churro en un bar, la fotografía del felino más hermoso y sensacional que existe. Fue como una bocanada de aire fresco y de aroma salvaje. La foto no llevaba ningún texto (ni falta que hacía), aunque poco después me llegaron en rápida sucesión tres mensajes: “Ha sido duro pero valió la pena”, “Ahora salimos para Tso Khar a ver lobos y kiangs (asnos salvajes)”, “En Leh ahora tras ocho días en alta montaña”. Una expedición concentrada en una foto y tres frases. Era como contactar con Amundsen. Con dedos temblorosos por la emoción, como si me uniera a una audaz cordada en tierras remotas, tecleé henchido de épica compartida: “Hosti Pedrín. Q maravilla”.

El naturalista José Luis Copete me había explicado, antes de partir, su viaje a Ladakh, en el Tíbet indio, para tratar de ver la nívea pantera. Un bicho que, recordémoslo, esquivó (en el Dolpo) al mismísimo Peter Matthiessen —y eso que fue a buscarlo de la mano de su gran amigo el zoólogo George B. Schaller—. Que le diera esquinazo no fue óbice, sino al contrario, para que escribiera su inolvidable El leopardo de las nieves, en el que el felino no visto se convierte en símbolo de aceptación del destino, en expresión de la paz y el vacío interior budista y en vía para meditar sobre el sufrimiento, la pérdida y su reparación.

Me alegré no obstante de que José Luis hubiera encontrado al leopardo, porque es un viaje arduo y que cuesta una pasta. Yo no lo encontré. En 1988, diez años después de que se publicara El leopardo de las nieves, en un arrebato de valor impropio de mí y que aún hoy me sorprende, me pasé varias semanas de trekking en el Ladakh y el vecino y aún más indómito Zanskar (es lo que tiene haber leído a Michel Peissel). De aquella ordalía, en la que llegué a cruzar, arrastrándome, el Shingo La, un paso a más de 5.000 metros de altura, y sin más crampones que el par de serie, solo apuntaré que a menudo trataba de escapar de aquel ambiente rematadamente hostil metiéndome en mi propia mochila. Recuerdo monasterios dignos de Horizontes perdidos, monjes adustos, trampas para lobos, banderas de oración desgarradas y chorten desmoronados. Poca vida natural más allá de los sempiternos buitres, un chivo raro y una marmota. Y ni les cuento lo de la comida. Salí de allí sin leopardo, con la cordura de un personaje de Lovecraft y resuelto a que al felino lo iba a buscar su prima.

Y sin embargo, me asomo estos días todo el rato al móvil para admirar a la fabulosa criatura moteada de José Luis, sus ojos de granizo, y me pregunto si alguna vez en realidad fui tan feliz como cuando perseguía en las noches insomnes del fin del mundo, bajo la luna de la soledad, mi propio fantasma de plata.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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