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ADIÓS A UN HUMANISTA DE LA LITERATURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Inolvidables clases

Bousoño era brillante e imprevisible, ningún día era igual, y miraba a los alumnos a los ojos uno por uno. Pero, sobre todo, era poeta

Llegaba a clase como un miura joven, levantando el aire. Era entonces, cuando tuve la suerte de tenerlo como profesor, un emérito de la Complutense, o estaba a punto de serlo. A veces, sin embargo, se anticipaba mucho, y estaba ya embebido en sus papeles y sus pensamientos cuando entrábamos, como si hubiera dormido en el aula aquella noche. Bousoño era brillante e imprevisible, ninguno de sus días era igual a otro, y miraba a los alumnos a los ojos uno por uno, los distinguía. Ir a sus clases era una fiesta porque, primero, sabías que para él también lo era, y segundo, jamás de los jamases te ibas a encontrar allí con el profesor envarado o represor que te recriminaba si llegabas tarde. Al contrario, te recibía con cariño, como al hijo pródigo.

Y encima era el que sabía demasiado. Sabía demasiado y en demasía (de la vida, del arte y de sus contemporáneos) y estaba allí para compartirlo. El aula era una reunión de compinches. Sus clases eran confidenciales. Un día vino con las fotos de Vicente Aleixandre de niño, y con sus cartas. “¿Lo veis?” nos decía, “¿no os dais cuenta que ese niño ya tenía en los ojos el brillo de la poesía?”. La foto del niño Aleixandre, con sus ojos cristalinos y un poco embozados como los de Rimbaud, pasaba de una mano a otra por la clase, mientras Bousoño, como una madre, esperaba nuestros comentarios. “Y la caligrafía, ¿no os dais cuenta? También su letra es ya la de un poeta.”

Más allá de las relaciones personales, lo que Bousoño amaba era la poesía. Ese era su lugar, su nación. Él era de un sitio, la Asturias occidental, en el que según sus teorías nacían con frecuencia personas muy inteligentes. Y se reía. Él sin duda lo era. Su propio ser irradiaba amor en clase.

Y terror: era ese momento en que posaba sus ojos en ti y te distinguía. Y te lanzaba la más personal de sus preguntas. No te interrogaba por lo que sabías de Aleixandre o Dámaso. Te preguntaba por ti, por tu vida.

Lo hacía con todos. Con todos y cada uno. No hablaba a un público, no se dirigía a un colectivo. Era un poeta. En las clases de Bousoño nos examinábamos de nosotros mismos.

Luisa Castro es poeta y directora del Instituto Cervantes de Nápoles

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