Selva Almada, la escritora rural que sale al mundo
Su primera novela, El viento que arrasa (Mardulce), llega a España. Su literatura —tan local y global al mismo tiempo— no deja de trascender fronteras.
Selva Almada (Entre Ríos, 1973) es la escritora que muchos argentinos leen desde hace tres años, cuando se publicó su novela El viento que arrasa (Mardulce). Dice que entre las mujeres de su generación Selva es un nombre común. “Creo que había una telenovela en la que la protagonista se llamaba Selva María. Y a mi papá le gustó y lo eligió para mí”, dice ella, con media sonrisa, en el ocaso de una tarde lluviosa del adelantado otoño madrileño. A esa novela le siguió otra, Ladrilleros (Lumen), y luego las historias de tres mujeres asesinadas reunidas en Chicas muertas (Random House). Con estos tres libros —cortos, certeros y afilados—, que pronto se llevarán al cine y al teatro, esta mujer nacida en un pequeño pueblo llamado Villa Elisa se ha consolidado —ante la crítica y los lectores— como una de las mejores voces narrativas de su país. Pero su literatura —tan local y global al mismo tiempo— no deja de trascender fronteras.
Me cuesta viajar. Porque siento que los viajes desordenan mi vida. Si me dieran a elegir, me quedaría en mi casa con los gatos
Selva era una niña del Interior (como suele llamarse a la provincia en Argentina) cuando su timidez la llevó a refugiarse en los libros de autores como Julio Verne, Emilio Salgari y Louisa May Alcott, que le prestaban en la biblioteca de su pueblo. Se fue a Paraná, capital de Entre Ríos, para estudiar literatura y, desde hace 15 años vive en Buenos Aires. Entonces la distancia le dio la perspectiva para escribir historias apegadas a la realidad y a la oralidad del mundillo rural en el que creció.
En El viento que arrasa, que acaba de llegar a las librerías españolas, un pastor evangélico y su hija, un mecánico solitario y un chico al que éste ha criado como su hijo coinciden en un paisaje desolado y seco y se ven obligados a compartir juntos una tarde y una noche que alterará sus vidas para siempre. En Ladrilleros, las viejas rencillas entre dos hombres llegan a sus hijos y los conducen hacia un destino trágico. Y en Chicas muertas tres adolescentes de provincia asesinadas en los años ochenta dejan de se convierten en ejemplos paradigmáticos del femenicidio.
Este último “es una novela de no ficción, como le llaman algunos. Hice entrevistas, consulté los expedientes de los casos, revisé la prensa de la época, entrevisté a familiares, jueces y fui con una tarotista a que me echara las cartas. Y una vez que hice todo ese trabajo de campo, guardé el material bastante tiempo y cuando apareció una editorial interesada en el libro me puse a escribir”, explica Selva Almada para dejar claro que es la única obra que ha hecho limitada por algo que realmente sucedió.
En contraste con El viento que arrasa (“una historia muy pequeñita. Sencilla pero fuerte, donde el eje son las relaciones familiares), en Ladrilleros predomina la violencia e, incluso, el sexo explícito. Pero para la autora esta novela es, en el fondo, una historia de amor. “Empieza con dos moribundos que van a estar muriéndose a lo largo de toda la novela. Y tiene personajes más viscerales, más marginales. Por eso el desborde y la violencia tienen cabida ahí. Y también el exceso. Pero hay amor y entonces, inevitablemente, también tenía que haber escenas de sexo, para contar qué hacen cuando no se están apuñalando o pegando trompadas”, dice.
Selva Almada confiesa que es muy tímida y desordenada para escribir. “Tengo amigos escritores que terminan una novela y enseguida empiezan a pensar qué es lo próximo que van a escribir. Yo no. Soy mucho más relajada. Termino un libro y hago otras cosas. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo un guion de cine por encargo.” Y agrega: “me cuesta viajar también. Porque siento que los viajes desordenan mi vida. Si me dieran a elegir me quedaría en mi casa, con los gatos.”
Pero a la escritora rural que ha salido al mundo (convirtiendo a la periferia en un asunto central), lectora asidua de autores como Flannery O'Connor, Erskine Caldwell y Carson McCullers, subraya además los mimos que le hace a sus textos. “Cuido mucho la puntuación en mis libros. Porque me gusta que cada uno tenga su respiración propia. Me gusta mucho corregir. Corrijo, tacho, saco, puntúo…” Selva, como los grandes escritores, vale más por lo que quita que por lo que deja. Por eso su prosa es tan potente.
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