Resistencia del artista y del periodista
Este oficio es pegajoso como la enfermedad o como los placeres. Alberto Schommer era un artista, y también era un periodista. No vivía del trazo o del genio, tan solo vivía mirando lo que pasaba, imaginando que podría pasar de otro modo, contarse de una manera distinta.
Cuando murió su mujer, hace dos años, quedó en estado de desolación, maldiciendo la luz del día que roban la soledad y las ausencias. Se repuso animado por el entusiasmo de contar, como un artista y como un periodista. La primera llamada fue muy pronto. “Quiero hacer una serie para EL PAÍS”.
A él no le valía, para decir la idea, con el teléfono: tenías que acudir a su casa, ver sus notas, leerlas con él, deletrearlas, apuntarlas. Esta vez quería retratar la política desnuda. Habían surgido nuevos actores; él había retratado los rostros de la Transición, para que acabaran pareciéndose más a sus retratos que a lo que ellos quisieron mostrar, como le pasó a Gertrude Stein en el cuadro que le hizo Picasso.
Los quería desnudar. ¿Desnudar, desnudar, Alberto? “Desnudar, desnudar. De medio pa arriba”. Quitarles la chaqueta, la camisa, la camiseta. ¿Y el corpiño también, a las mujeres? “También el corpiño. Bueno, pueden quedarse en sostén”. ¿Cuál es el propósito ahora, Alberto Schommer? “Quiero que se atrevan a decir que no tienen nada que ocultar, que pueden ir a pecho descubierto”.
El encargo era bello, y tan irrealizable en este momento…, los políticos cuidan tanto la imagen, la apariencia, ya no es como entonces, Alberto, y además, ya son tan pejigueras o tan mayores… Era difícil decirle no, o que no era conveniente, a Alberto Schommer. Dio una tregua, y volvió a llamar. Había que ir de nuevo a la casa, ese enorme salón, su cuartito pequeño, los libros grandes de arte o de fotografía, la mesa baja, sus notas. Ahí estaban dibujados los personajes, sus nombres, mujeres incluidos, camisas fuera, corpiños… No es el momento: es difícil imaginar a toda esa gente diciendo sí a desnudarse ni medio cuerpo. “¿Difícil?”.
Schommer había envejecido, caminaba ya con la dificultad de los apesadumbrados, pero mantenía en los ojos azules el brillo del oficio, el destello febril de los artistas. Algún tiempo más tarde sintió otra vez el pellizco insoportable: “¿Puedes venir?”. En la casa grande, en Lagasca, tenía un nuevo proyecto. Esta vez no eran los cuerpos desnudos, tan solo las manos. En la misma salita habló con la convicción del que araña el encargo y es aún un muchacho que busca en el periódico aunque sea el rincón de los principiantes.
“Ahora ya no pueden decir que no”. No podían. “No tengo nada que ocultar, así se puede llamar la serie. Los políticos avanzan las manos limpias. Las muestran. Yo los retrato”. Él quería a todos los políticos, naturalmente, los más notorios de los viejos, los más sobresalientes de los nuevos. Había elecciones municipales y autonómicas. Madrid está más cerca de tu casa, le dijimos. Y él acordó que fueran los candidatos madrileños los que mostraran las manos. No tengo nada que ocultar.
Hicimos la lista, él se preparó como si pasara un examen. Gorka Lejarcegi, que le ayudó con una devoción emocionante, ya contó aquí cómo lo hizo, cómo lo hicieron. Hasta entonces el artista, el periodista, no paró de pensar cómo hacer para despedirse del mundo que quiso (el arte de retratar, el periodismo) haciendo lo que le apasionaba: decir cómo eran los políticos por dentro haciéndoles creer que les estaba retratando por fuera.
Babelia
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