Comedia a seis manos
Los cambios de tono y de esencia en la cinta de Richet distorsionan más que funden


Las películas con largos procesos de producción, con cambios de guionistas o con acumulación de reescrituras a cargo de manos diferentes no pocas veces llevan a una superposición de visiones que acaban perjudicando a algo intangible pero a veces importante en una obra: la identidad. Una semana en Córcega, séptimo largometraje de Jean-François Richet, parte de una idea y una primera versión del libreto de Claude Berri (fallecido en 2009, a los 74 años), reelaborada más tarde por el propio Richet y por Lisa Azuelos. Y sin embargo, a simple vista, los cines de Berri, director de El manantial de las colinas, La venganza de Manon y Germinal, de fuerte carga literaria y fuerte peso en la Historia; Azuelos, especialista francesa en el universo femenino y adolescente con películas como Reencontrar el amor y LOL, y Richet, integrante con Asalto al distrito 13 y Mesrine de la penúltima ola francesa del cine de acción y criminal, no pueden estar más distantes. Tanto en estilo como en prioridades de fondo.
UNA SEMANA EN CÓRCEGA
Dirección: Jean-François Richet.
Intérpretes: François Cluzet, Vincent Cassel, Lola Le Lann, Alice Isaaz, Philippe Nahon.
Género: comedia dramática. Francia, 2015.
Duración: 105 minutos
El resultado es una película, protagonizada por dos maduros hombres y dos chicas adolescentes, padres e hijas, respectivamente, de vacaciones en la isla del título, en la que no parece difícil vislumbrar lo que ha aportado cada escritor, pero en la que los cambios de tono y de esencia distorsionan más que funden. Cuando Una semana en Córcega se centra en el enfrentamiento entre dos formas de educar, la tradicional, con la cuerda agarrada, y "la guay", como se dice textualmente, con libertad de movimientos, el relato se eleva. Sobre todo porque la mezcla de dulzura adolescente, caradura juvenil e ignorancia romántica en el retrato de la chica enamorada del maduro papá de su amiga está muy bien forjada. Sin embargo, cuando se empeñan en el enredo, casi en el vodevil, hasta François Cluzet comienza a sobreactuar, quizá mareado porque las secuencias parecen de películas distintas.
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