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Los Monegros

En el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del río poco saben del paso del hidalgo y su escudero, mientras los regadíos dulcifican el paisaje

Julio Llamazares
Ruinas del castillo de Alfajarín, en los Monegros, elevado sobre el valle del Ebro y el camino de Zaragoza a Barcelona.
Ruinas del castillo de Alfajarín, en los Monegros, elevado sobre el valle del Ebro y el camino de Zaragoza a Barcelona. NAVIA

Dado que don Quijote evitó tocar Zaragoza y habida cuenta de que el único puente sobre el Ebro existente entonces en muchos kilómetros era el de piedra de esta ciudad, casi todos los cervantistas coinciden en que don Quijote y su escudero cruzaron el río en el vado existente entre Fuentes y Osera, entonces franqueable en el verano, que es cuando los dos manchegos pasaron por estas tierras según la novela, puesto que el estiaje hacía bajar considerablemente el caudal del agua, ya que en aquellos tiempos no había pantanos que la almacenaran. Fuera o no cierto, lo que está claro es que ni en Fuentes de Ebro ni en Osera se han enterado de ello, pues nada recuerda el paso de don Quijote por sus caseríos, a excepción de un camión aparcado ante un restaurante en este segundo pueblo que transporta, según anuncia en su caja, Bizcochos Sancho Panza. Ni siquiera la iglesia, que es una maravilla, principalmente su portada, ha sido restaurada para un turismo, el que generaría, de conocerse, el paso de don Quijote por estas tierras y que hoy brilla por su ausencia según el chico del bar del pueblo y la dueña del restaurante de la carretera. “Aquí no viene ningún turista”, me dicen ambos.

Osera está ya en los Monegros, el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del Ebro hasta Cataluña y que don Quijote y Sancho hubieron de cruzar necesariamente en su viaje hacia Barcelona, pues el camino real es el que sigue la antigua carretera nacional, hoy relegada al tráfico de camiones y de automovilistas locales o despistados por la moderna autopista que corre al lado; otra cosa es que Cervantes afirme en el comienzo del capítulo correspondiente a ello, el LX de la segunda parte del libro, “que en más de seis días [a don Quijote y Sancho] no les sucedió cosa digna de ponerse en escritura”. Una forma literaria de abreviar y de ir rápido hacia un final que se pretendía acercar y que estaba en Barcelona, junto al mar.

Pero hasta llegar a éste yo, como don Quijote, he de cruzar los Monegros, esta tierra tan temida como hermosa por más que muchos no entiendan su particular belleza. Para entenderla (para aceptarla, quizá, mejor) hay que dejar a un lado los prejuicios y abrirse a unas perspectivas de las que el verde, monopolizador de las riberas del Ebro y sus afluentes, ha desaparecido del todo dejando sitio a los ocres, a los grises calcáreos, a los pardos, a los blancos, incluso, de tan quemada como está la tierra en determinadas zonas. Alrededor de la venta de Santa Lucía, antaño venta Monzona (la antigua Santa Lucía, que estaba cerca, desapareció hace tiempo), donde Durruti tuvo su puesto avanzado de mando en los primeros días de la guerra, cuando el frente se estabilizó en la línea del Ebro, por ejemplo, o en las cercanías de Bujaraloz, la capital de esta comarca sedienta cuyo solo nombre impone respeto a los que se ven obligados a cruzarla. Principalmente a esos miles de camioneros que desfilan por ella día y noche con sus camiones cargados de mercancía y cuyo interminable desfile contempla desde la venta de Santa Lucía la dueña con aburrimiento, como hacían en la película de Bigas Luna Jamón, jamón sus protagonistas en la cercana estación de peaje de El Ciervo, donde se rodó. Y donde se casó la cantante Carmen Sevilla, según la chica de la gasolinera, que es lo único que permanece ya abierto de todo el complejo.

En Bujaraloz es la hora de la siesta, lo que aumenta la desolación del sitio. La capital monegrina, tendida como un lagarto bajo el ardiente sol de comienzos de julio, hace honor a su leyenda, que lo sitúa en el epicentro de un desierto hoy dulcificado ligeramente por los regadíos que comienzan a llegar poco a poco a la zona y que pintan ya de verde algunos trozos del paisaje; es el maíz, que crece con ganas con la bendición del agua que le llega desde el río Cinca, que pasa cerca, hacia Mequinenza. Aunque a Ezequiel, un antiguo agricultor que asegura que en los Monegros “la gente vive de pasar hambre”, y a Javier Escanilla, que está en activo y que me enseña amablemente la casa de su familia, la mayor de la plaza del pueblo y la elegida precisamente por eso por Buenaventura Durruti como su puesto de mando en el frente del Ebro (la casa está prácticamente igual que entonces), toda el agua le parece poca y reclaman que se hagan más pantanos con urgencia. A mi objeción sobre las consecuencias que para otros tendrían las obras que ellos reclaman, los dos contestan escuetamente: “Que les indemnicen”. Sin ninguna doble intención, antes de irme y en agradecimiento a su amabilidad al enseñarme su casa, tan llena de historia, le regalo a Javier una novela mía que traigo en el coche. Su título: Distintas formas de mirar el agua.

Un ‘quijote’ monegrino

Los Monegros, como tierra extrema que es, ha producido muchos quijotes, personajes que han desvariado de tanto ver el desierto o que han tomado caminos insospechados teniendo en cuenta cómo es su tierra de origen. Es el caso, en Bujaraloz, de Martín Cortés de Albacar, autor de un Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, con nuevos instrumentos y reglas publicado en Sevilla en 1.551 y que fue en su momento un libro pionero en el terreno de la navegación y de la astronomía aplicada a ella.

Sus paisanos, orgullosos, le han dedicado un monumento (una esfera con sus reglas) en su Plaza Mayor, justo frente por frente de la casona que fuera puesto de mando de Durruti y que algunos historiadores sostienen fue también en la que nació el navegante y astrónomo bujarolocino, cuya dedicatoria llama la atención en medio del secarral en el que se levanta el pueblo.

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