Et in Arcadia ego
Poco queda del paisaje frondoso descrito por Cervantes; restos de él se aprecian en la orilla del Ebro y en los campos de Torres de Berrellén, Sobradiel y Utebo
La estancia en el castillo de Pedrola y en la fantástica ínsula de Alcalá de Ebro terminó para don Quijote y Sancho con grave daño de sus ilusiones, como les ocurriera siempre, pero por fin pudieron partir y poner rumbo a Zaragoza, como yo hago ahora detrás de ellos una vez más desde que los empecé a seguir en Argamasilla de Alba hace casi un mes.
El camino, cruzado ahora por múltiples carreteras, una de ellas la autopista que une el País Vasco con Cataluña, recuerda poco a las descripciones que en el Quijote se hacen de él y que hablan de "amenas florestas", "abundosos arroyos" y "pradillos verdes". Solamente alejándose hacia el río, al otro lado de los pueblos que se suceden entre las carreteras y este (Alagón, Torres de Berrellén, Sobradiel, Utebo…), el paisaje recuerda algo a la feliz Arcadia en la que don Quijote y Sancho se toparon, primero, con unos lugareños que comían sentados en un prado y que traían para el retablo de su aldea unas imágenes de santos cuyas vidas y milagros don Quijote les explicó con todo detalle ante la admiración de Sancho y de los porteadores y, luego, con dos hermosas pastoras, en realidad dos vecinas de otra aldea también próxima al camino que, junto con sus familiares, jugaban a componer entre la arboleda una recreación de la pastoril Arcadia y que, al reconocer también al hidalgo y a su escudero por haber leído, como los duques, la primera parte de sus aventuras, les invitaron a comer en las tiendas que tenían preparadas al efecto cerca de allí "con mesas puestas, ricas, abundantes y limpias". Las arboledas existen, así como los pájaros que, mientras componían la feliz Arcadia, los figurantes cazaban con liga disimulada entre la enramada para comerlos después, pero ni las mesas ricas, abundantes y limpias ni las hermosas pastoras se ven por ninguna parte cuando yo paso por los pradillos verdes y las amenas florestas que describiera Cervantes, que ahora están cultivados por completo, salvo a la orilla misma del río. Únicamente allí se remedan de verdad las descripciones, bien en los campos de Torres de Berrellén, bien en los de Sobradiel y Utebo.
El camino cervantino es cruzado ahora por múltiples carreteras
En Torres y en Sobradiel, dos pueblos venidos a más pero que todavía conservan la arquitectura y la actividad agrícola que mantendrían en tiempos de don Quijote (y las tradiciones: los dos están preparados ya, con talanqueras y cierres de hierro, para los juegos de toros que celebrarán muy pronto), se conservan, además, las dos únicas barcazas que cruzan el río Ebro en toda esta zona, la de Torres de Berrellén para uso de los vecinos el día de la romería de El Castellar, en el escarpe rocoso de la otra margen fluvial, donde estuvo la primitiva población y donde se conserva una antigua ermita, ambas fundadas, según los vecinos, por el rey de Aragón Sancho Ramírez cuando bajó de los Pirineos hasta la frontera del río Ebro, y la de Sobradiel para el servicio privado de una finca que se cultiva en la ribera opuesta aprovechando que allí el escarpe rocoso está más alejado de la orilla. Daniel, el dueño de la finca y de la barcaza, me invita a subir a esta sin que yo se lo haya llegado a pedir (se me debían de notar las ganas), cosa que hago a la vez que un camión que ocupa prácticamente toda la plataforma y que convierte el paso del río en una copia en pequeño de aquellos barcos de vapor (la barca de Sobradiel tiene un motor que echa humo como ellos) de los cuentos de Tom Sawyer. ¡Qué no habría dado don Quijote, tan amigo de las aventuras, por ir ahora conmigo en la barca, en esta hora del atardecer en la que las orillas del río vibran con la luz del sol y el agua se llena de brillos y de reflejos, el principal de todos el de la barcaza, que si no está encantada lo merecería!
Las orillas del río vibran con el sol y el agua se llena de brillos y reflejos
La que lo merecería también, pero ya en tierra firme, es la torre de la iglesia parroquial de Utebo, la principal joya mudéjar de Zaragoza con sus ocho mil azulejos incrustados y que con su inclinación pisana es el faro en la noche de un pueblo cuya proximidad a la capital de Aragón le ha hecho crecer hasta el punto de que es ya la tercera población de la provincia después de esta y de Calatayud y cuyo cinturón de industrias y carreteras ha hecho desaparecer el camino por el que don Quijote y Sancho Panza, tras comer con los que componían el artificial tapiz de la pastoril Arcadia, iban felices y satisfechos antes de que una manada de toros que conducían unos caballistas en dirección a algún pueblo en fiestas, quizá Sobradiel o Utebo, que también es famoso por sus vaquillas en la Ribera, los arrollara, confirmando que incluso en la feliz Arcadia la muerte y la desgracia rondan como en el famoso cuadro de Nicolás Poussin (Et in Arcadia ego, también conocido como Les bergers d’Arcadie).
Discurso de la libertad
Apenas se vio en el camino de nuevo, lejos del agasajo de los duques que tanto contento dio a don Quijote en un principio como le incomodaría después (no digamos ya al pobre Sancho Panza, desilusionado y frustrado de su experiencia como gobernador), el hidalgo se dirigió a su escudero para decirle, en uno de los pasajes más celebrados y conocidos de la inmortal obra de Cervantes, incluido en el capítulo LVIII de la segunda parte de ésta, el conocido como discurso de la libertad: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".
El que habla es don Quijote, pero el que lo dice es Miguel de Cervantes, que habla, se ve, por propia experiencia.
Babelia
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