Borondo, la venta que desaparece
El lugar, ya abandonado, puede pasar por castillo, sus paredes por murallas... Se comprende bien que si no esta otra parecida inspiró a Cervantes para crear sus posadas
De Borondo tampoco habla El Quijote, sí de otras ventas, de otras posadas (las de Puerto Lápice, la del retablo de Maese Pedro, cerca de Ossa de Montiel, la de Palomeque el Zurdo…), pero a poco que uno la mire comprenderá en seguida que si no fue ésta fue otra parecida a ella la venta en la que Cervantes se inspiró para convertirla en modelo de todas las ventas en su novela más universal. Viendo la antigua casa de Borondo, entre Bolaños de Calatrava y Manzanares, en la confluencia de varios caminos, entre ellos el conocido como de las Carretas, que lleva directamente a Argamansilla de Alba y al Campo de Montiel, uno entiende que don Quijote confundiera las que encontraba en sus correrías con castillos, con sus torres y sus castellanos, es decir, sus gobernadores, por más que éstos fueran zafios y de rudimentario aspecto.
De la venta de Borondo, que dejó de serlo efectivamente por los años sesenta del pasado siglo y que se mantiene en pie a duras penas después de que sus propietarios la abandonaran también como residencia, se podría afirmar aquello que Cervantes dice en el capítulo II de su novela, que es en el que se cuenta la primera salida de don Quijote de su lugar: “Y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta (habla Cervantes de aquella en la que su personaje velaría las armas antes de ser armado caballero) se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que en semejantes castillos se pintan”. También en otro capítulo, el XVII, al referirse a una nueva venta a la que don Quijote y Sancho Panza llegaron —en la segunda salida del hidalgo en busca de aventuras— después de la paliza que les dieron unos arrieros yangüeses por haberse entrometido Rocinante, y don Quijote y Sancho detrás de él, en el tranquilo pastar de sus caballerías, Cervantes vuelve a escribir: “Esta maravillosa quietud (habla de la de la noche) y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba) y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él…”.
De caminos y ventas
Junto con los molinos de viento, las ventas y los caminos son los tres símbolos principales del Quijote, una novela cuyos paisajes están sembrados de ellos como corresponde a la época en la que su acción sucede. En los siglos XVI y XVII, España era una red de caminos, unos más importantes y otros secundarios, por los que continuamente viajaban personas a pie o a caballo que necesitaban alojamiento para descansar o pasar la noche. Las ventas florecieron, de ese modo, al lado de todos los caminos importantes, a una distancia unas de otras ajustada al caminar de los viajeros (solía ser de dos leguas) y se convirtieron en escenarios de múltiples anécdotas, algunas de las cuales le sirvieron seguramente a Cervantes para alimentar su ya de por sí fecunda imaginación.
Sin necesidad de tanta imaginación ni de soñar despiertos como don Quijote, la venta de Borondo, en mitad de la llanura y sin nada a su alrededor que haga distraer la vista, puede pasar por castillo con su torre y sus altísimas paredes, que más parecen murallas que bardas de corral, que es lo que son en verdad. O que eran, pues la edificación está abandonada desde hace tiempo, desde que el último ventero se murió (ya había dejado de ser ventero hacía mucho) y la propiedad se partió entre sus herederos. Me lo cuenta un primo de éstos, también llamado Felipe como el ventero y como varias generaciones de antepasados suyos, que aparece cuando ya me iba y que viene a podar “unas olivas” que tiene por esta zona. Vuelvo con él y me enseña la venta (por fuera, que la casa principal está cerrada) mientras ilustra nuestro recorrido con comentarios sobre la venta, sobre su familia y sobre Bolaños, que es donde vive. De la venta dice que se va a caer (me muestra una gran piedra que se ha desprendido del alero directamente sobre un balcón, que a duras penas puede sujetarla ya); de su familia que les apodan Ladillas, pero que no lo llevan a mal porque en Bolaños todos tienen apodo (“Los hay peores”, se vanagloria); y de su pueblo que ya es mayor que Almagro, la capital histórica de la zona, y que en su término es donde se cultivan realmente las berenjenas de las que presume aquélla junto con su Corral de Comedias.
—Unos cardan la lana y otros llevan la fama, ya sabe— se lamenta.
Por el hombre, seguiría allí todavía, pero el camino me espera, como a don Quijote. Quizá fue de aquí de donde partió en dirección a su aldea enjaulado como una fiera en una carreta de bueyes. Si fue así, cuando, al cabo de algunos kilómetros, se volviera a mirar la venta como yo hago por el retrovisor del coche quizá la viera flotando en el polvo de la llanura como aquella famosa isla de San Borondón que los navegantes veían aparecer y desaparecer en el mar como yo ahora esta venta de Borondo, principio y fin de todos los caminos de La Mancha, mientras me alejo de ella hacia Manzanares.
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