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Dulcinea y las monjas de Madagascar

En el museo de la novela que está en El Toboso hay ediciones de ‘El Quijote‘ en 50 idiomas

Julio Llamazares
Manolo, barbero de El Toboso, cortando el pelo a Antonio.
Manolo, barbero de El Toboso, cortando el pelo a Antonio.NAVIA

¿De dónde viene el error que todo el mundo repite, incluso algunos se empeñan en sostener no serlo de ningún modo, de decir “con la iglesia hemos topado” en lugar de “con la iglesia hemos dado”, que fue lo que le dijo don Quijote a Sancho Panza al descubrir en la oscuridad de la noche “el bulto” de la de El Toboso?

La pregunta me la hago parado enfrente de ella, tras llegar a la aldea en plena hora de la siesta después de recorrer los ocho kilómetros que separan Criptana de El Toboso por la misma carreterita que recorriera Azorín y posiblemente también, y más de una vez, Cervantes en sus andanzas de recaudador de impuestos; una carreterita recta en cuyo final de pronto aparece, al coronar una cuestecilla, el capitel puntiaguado de la iglesia (y sólo él durante bastante rato) frente a la que don Quijote pronunció su frase más repetida y, a la vez, más tergiversada: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”.

—Pues no lo sé— me dice Angelines, la vigilante de la oficina que, al lado de ella, hace de recepción de turistas y de museo de la novela en la que aparece: hay ediciones en más de cincuenta idiomas, de todos los estilos y tamaños (la mayor pesa más de cien kilos) y donadas o pertenecientes a personajes de lo más variado (Hitler y Mussolini, entre otros).

Al final de una carreterita aparece el capitel de la iglesia

Su compañera en la iglesia tampoco tiene la respuesta, pero sí la llave de ella: un euro con cincuenta que cuesta la visita. La iglesia lo merece, pues, al margen de su protagonismo en El Quijote, es una fábrica de gran belleza, de estilo gótico isabelino, y extraordinarias dimensiones, tanto como para que la llamen la Catedral de La Mancha popularmente. La que no sé si lo merece tanto es la llamada Casa de Dulcinea, un caserón al final del pueblo en el que se intenta reproducir lo que sería la casa de una familia pudiente del tiempo en el que Cervantes sitúa viviendo en ella a la enamorada de su fantasioso hidalgo. Lo mejor son los palomares y la almazara para moler la aceituna que en la parte baja completan la visita a unas habitaciones en las que presuntamente vivió Ana de Zarcos, la mujer que al parecer inspiró el personaje de Dulcinea. Lo curioso es que en El Toboso, pueblo orgulloso de su importancia en la historia de don Quijote (es el sitio más citado con su nombre), sólo haya una mujer que lleve el de Dulcinea. Me lo dice en la barbería de Manolo, una auténtica pieza de museo también, la señora que espera junto a su hijo a que a éste le toque el turno.

—Y está estudiando en Madrid— apostilla.

En el pueblo solo hay una mujer que lleve el nombre de Dulcinea

Entre las monjas de los dos conventos, el de las trinitarias y el de las clarisas, junto con la iglesia los dos edificios de interés en El Toboso, tampoco hay ninguna Dulcinea, entre otras cosas porque la mayoría de ellas son forasteras. O navarras, en el caso de las clarisas (también hay una paraguaya), o de Madagascar, en el de las trinitarias. Vinieron hace poco para llenar el vacío de un edificio en el que sólo hay ya siete monjas. Con sus hábitos blanquísimos, el color de la piel de las africanas destaca aún más mientras participan, a un lado del altar, en el triduo en honor de no sé qué santo que se celebra estos días. Cerca de allí, en el convento de las clarisas, entre tanto, las únicas a las que encuentro es a las dos antiguas demandaderas, dos hermanas de 95 y 90 años, una viuda y otra soltera, que contemplan la tarde en el jardincillo que está pegado al convento y que ellas disfrutan casi en exclusiva, ya que la parte del edificio en la que residen da directamente a él.

—¿Y no se han jubilado?— les pregunto.

—No, si jubiladas estamos —me dice Josefa, que es la mayor, con una sonrisa—. Lo que pasa es que las monjas nos dejan seguir viviendo aquí.

—Llevamos desde que acabó la guerra— dice la hermana, que, aunque se fue cuando se casó, ha vuelto al quedarse viuda.

—¿Han leído el Quijote?— les pregunto.

—No— me confiesan a dúo.

—¿Quieren que les lea un poco?

— Si usted quiere… —aceptan con curiosidad.

—“Media noche era por filo, poco más o menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en El Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio…” — leo en voz alta para las dos mujeres y para los pájaros que alegran el jardincillo con sus trinos y aleteos a esta hora en la que las campanas de los dos conventos, el de las trinitarias y el de las clarisas, llaman a vísperas como vienen haciendo día tras día desde los tiempos de Dulcinea y de don Quijote.

—¡Muy bonito!— dicen las dos hermanas cuando acabo de leer.

Cervantes y la orden de la Trinidad

Al monasterio de la Inmaculada y San José de El Toboso, que ocupa una superficie de 9.000 metros cuadrados y tiene una fachada de cien metros (en un pueblo de dos mil vecinos), se le conoce como El Escorial de La Mancha, no sólo por sus dimensiones, sino por recordar el estilo del monasterio herreriano. Fundado en 1660, las monjas trinitarias llevan en él prácticamente desde entonces. Y, aunque parezca anecdótico, no deja de ser curiosa la relación de esta orden religiosa con Cervantes, que no sólo fue rescatado de su prisión en Argel por frailes de ella, que pagaron 500 ducados de oro por su libertad, sino que reposa en otro convento de monjas trinitarias en Madrid ¿Casualidad o simpatía del genial manco por una orden que el seguidor de su obra se encuentra continuamente al estudiar su vida?

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