‘El síndrome’ (1): ‘El síndrome’
Helena Medina, guionista de series como ‘23F: el día más difícil del Rey’ y ‘Niños robados’, inicia su relato de verano en el que el protagonista espera su vuelo en un no-lugar, un espacio en el que todo es posible y ninguna acción dejará huella
Antes los sentimientos fluían, las sensaciones se sentían pero no tenían nombre. Por ejemplo, antes, hace apenas 15 años, él habría tenido de describir con sus propias palabras lo que estaba sintiendo ahora en el aeropuerto de Gatwick esperando a que en la pantalla apareciera su puerta de embarque. Habría dicho, más o menos: “Es como si el tiempo se suspendiera y desaparecieran los lugares en donde transcurre mi realidad. Una extraña sensación de no pertenecer a nada, de no existir fuera de este aeropuerto. Algo parecido a una muerte pasajera”.
Pero ahora esa sensación tenía un nombre: “el síndrome del no-lugar”. Algún cretino, sentado en un despacho de universidad, en su ansia de ganar prestigio académico y de paso hacerse unas conferencias bien pagadas, había acuñado el término y el nombre ya estaba dando vueltas por el mundo, utilizado incluso por gente semianalfabeta que antes habría descrito esa sensación en su particular y torpe lenguaje. Inmediatamente, psicólogos de medio pelo se habían encargado de alertar, en programas de televisión de todo el planeta, de la peligrosidad y la poca salubridad de sentirse pasajeramente muerto. Y al igual que había sucedido con la tristeza o las ganas de follar, la sensación, una vez bautizada y catalogada, se estaba convirtiendo en una patología. “Algún laboratorio en Wichita o en California”, pensó él, “estará ya elaborando unas pastillas con sabor a fresa para aplacar el malestar que ahora causa lo que era antes era tan normal, y placentero”.
Una extraña sensación de no pertenecer a nada, de no existir fuera de este aeropuerto. Una muerte pasajera
La megafonía del aeropuerto interrumpió sus pensamientos. Una voz femenina (por un instante, producto del aburrimiento, se le ocurrió imaginar a su poseedora, a la que atribuyó un par de tetas enormes y un calentón) anunció que su vuelo se retrasaba: tres horas más en el no-lugar. Vio cómo los pasajeros que esperaban sentados a su alrededor se levantaban y, tras protestar un poco, se dirigían con feliz resignación a la tienda Duty Free. “Prueba de que el síndrome es un cuento chino”, pensó, “es que no llega a obnubilarle a uno hasta el punto de impedirle anticipar que se pondrá un perfume o se beberá una botella de vodka en el mundo de afuera”. Pero no era su caso, porque aunque él también se levantó y se dirigió al Duty Free, la botella de vodka en oferta que se compró era para ser consumida en ese no-lugar donde se sentía tan a gusto.
Con la botella en la mano se sentó de nuevo en la zona de espera. Le costó bastante abrir el tapón de seguridad pero el trago que se metió a continuación valió todos sus esfuerzos. Volvió a pensar en el no-lugar y en la trascendencia de habitar un mundo sin las dimensiones necesarias para que le dieran a uno un DNI o incluso un certificado de defunción. Y lo primero que se le ocurrió fue que, en un lugar que no existe, las cosas, aunque pasen, no pasan. Que esto se puede tomar por el lado malo o por el lado bueno. Y que las ventajas de estar pasajeramente muerto son muchas: puede uno, por ejemplo, buscar a la dueña de la voz y follar con ella no solo sin que su mujer lo sepa jamás, sino también con la garantía del olvido absoluto. Y puede uno también, si siente esa necesidad, limpiar el mundo de basura. Por ejemplo, matar a ese hombre tan feo que, a juzgar por las opiniones que está expresando mientras habla por teléfono, merece pasar de estar muerto pasajeramente a estar muerto del todo, por gilipollas y por mala gente. Pero, ¿cómo matar a nadie en un no-lugar sin cuchillos, ni tijeras, ni pistolas, donde hasta la pasta de dientes es sospechosa? Bebió otro trago de vodka y tomó una decisión: puesto que matar se presentaba complicado y requería de una elaborada estrategia que le tomaría al menos una hora, iría primero a por la poseedora de la voz.
Babelia
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