El animal indeciso
Ayer fuimos al zoológico y, como siempre que visito ese lugar, me dio por pensar en nuestra especie
Ayer fuimos al zoológico —los que tenemos hijos somos más propensos a esa calamidad— y, como siempre que visito ese lugar, me dio por pensar en nuestra especie. Ahí estábamos todos, observando con altivez a los demás animales detrás de un aséptico vidrio, atribuyéndoles defectos humanos, diciendo que el león era arrogante, el avestruz cobarde, la serpiente pérfida.
El comportamiento de la gente a mi alrededor decía mucho acerca de nuestro salvajismo: una madre vociferando sobre su cachorro porque chupaba algo que encontró en el suelo, el señor que miraba con los colmillos de fuera el escote de una hembra sentada a pocos centímetros de distancia sobre el mismo banco, la pareja insultándose a gritos en una mesa de la cafetería. En mi camino desde la jaula de los bonobos hasta la del orangután, me pregunté con qué derecho nos permitimos encerrarlos mientras que simios más feos y primitivos andan libres por la ciudad. Por un momento, imaginé que tras uno de esos vidrios estaba el humano, sentado sobre una roca con actitud resignada, como en la fila del banco, preguntándose obsesivamente si para las fotos debía actuar con naturalidad o asumir la postura del pensador de Rodin. Ya lo decía Plinio el viejo: “todos los animales saben lo que necesitan excepto el hombre”. En realidad el zoo se parece mucho más a nuestro hábitat que al de esos infelices destinados a correr libremente por la estepa o la sabana. Hace no tanto tiempo, en los circos se exhibía, además de animales, a seres humanos considerados exóticos, desde hermanos siameses hasta mujeres con barba. El Catálogo de prodigios y fenómenos de Ambroise Paré incluye muchas imágenes de personas enjauladas. Se ha perdido esa costumbre. Ahora las rejas son mucho más sutiles.
Tampoco en términos de ferocidad tenemos nada que pedirle al tigre o a la tarántula. Basta abrir el periódico para comprobarlo: en cuanto sentimos amenazado nuestro territorio, nuestra economía o nuestro matrimonio, atacamos sin piedad. La especie humana, convengamos en ello, puede inspirar auténtico terror. ¿Iríamos a visitar nazis y yihadistas enjaulados sólo por esparcimiento? ¿Por qué hacerlo entonces con un inofensivo leopardo? Ir al zoológico es un incordio, no seré yo quien lo niegue, pero de cuando en cuando hace falta convivir con otros animales —aunque estén encerrados y deprimidos— para recordar de dónde venimos y el camino que debemos recorrer si queremos liberarnos de nuestro propio cautiverio.
Babelia
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