Los vampiros de África
Los antiguos movimientos guerrilleros africanos se aferran al poder y no lo sueltan
Andaba buscando la pista de un músico africano y encontré una historia deprimente. Jackson Kaujeua escribió The wind of change, himno del SWAPO (South-West Africa People’s Organisation), el movimiento de liberación de lo que ahora conocemos como Namibia; tal vez conozcan la emotiva versión cantada por Robert Wyatt, con producción de Jerry Dammers. Una vez que Namibia se independizó, los nuevos amos no veían la necesidad de trovadores como Jackson Kaujeua. El antiguo héroe hacía bolos por el extranjero pero el dinero se le iba en criar a cuatro hijos. A finales de la pasada década, le diagnosticaron una insuficiencia renal. El servicio de salud de Namibia no ofrece diálisis, que sí está disponible en hospitales privados para clientes que pueden pagársela. A pesar de numerosas peticiones, las autoridades se desinteresaron de la suerte de Kaujeua. Murió en 2010, con 56 años.
Namibia es un país inmenso y desértico, donde viven poco más de dos millones de habitantes. Su policía y su ejército se comen anualmente un alto porcentaje del presupuesto nacional. El control social es asfixiante y sus uniformados están preparados para intervenir en las guerras regionales, como hicieron en el Congo. Henning Melber, autor del indispensable Understanding Namibia, recurre al humor al describirlo como “democracia minimalista”.
Es el modelo dominante en los países africanos que se independizaron tras años de lucha contra gobiernos blancos: Angola, Zimbabue, Mozambique y Suráfrica. Los movimientos guerrilleros triunfantes se han transformado en mecanismos de poder, que utilizan la épica guerrillera para legitimar su hegemonía.
Abandonada la ideología marxista, se han reciclado en cleptocracias, a fin de saquear los recursos estatales; también establecen aduanas particulares para cobrar la mordida a las empresas extranjeras, ansiosas de explotar el petróleo o los recursos minerales.
Esa voracidad de las élites explica que Luanda, capital de Angola, sea la ciudad más cara del mundo. Una plutocracia que alardea de sus gustos horteras. Isabel dos Santos, la próspera hija del eterno presidente angoleño, pagó hace poco un millón de dólares para que Mariah Carey cantara en una gala de la Cruz Roja local.
Las democracias de un solo partido no ofrecen un buen clima para el talento autóctono. Jackson Kaujeua soportó el ninguneo sin protestar; seguramente sabía de las desventuras de su colega en Zimbabue, Thomas Mapfumo. Popular por sus canciones de chimurenga (“liberación”, en la lengua shona), Mapfumo fue encarcelado en los tiempos en que su país se llamaba Rodesia.
Durante los primeros años de la independencia, Mapfumo gozó de respeto oficial. Hasta que lanzó un disco denunciando la corrupción del régimen de Robert Mugabe y tuvo que exiliarse en Estados Unidos. Mugabe sigue en su puesto; alejado de su tierra, el afilado arte de Mapfumo ha degenerado en world music anodina. No hay moraleja consoladora.
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