Gymkana para los grandes maestros
Las obras son, de derecho, de Patrimonio Nacional. Pero de hecho, son del Prado
El Prado es El Prado. Cosa que, por ahora, no pueden decir de su museo los responsables del de Colecciones Reales. Una cosa es el presente —y en el caso del Prado, sobre todo el pasado, luego la Historia, del arte pero no sólo— y otra cosa es el futuro, o sea este huevo sin pollo que, de momento, es el museo impulsado por el señor José Rodríguez-Espiteri. Aunque una vez leídas sus declaraciones de ayer en este diario, más bien cabría hablar de pollo sin cabeza. Una cosa es el largo plazo cimentado en tonterías prescindibles como la reflexión, el concepto, la implantación, el desarrollo, la profesionalidad, el conocimiento experto, la sensibilidad política y gestora, el sentido común y la consiguiente recogida de frutos, y otra es el corto plazo —la auténtica patria de este país—, enraizado hasta el tuétano con cosas como el capricho, el voluntarismo, el protagonismo sin causa y, en general, el tuyamía del jueguecillo que se traen algunos gestores políticos y culturales en aras de su propio currículo.
Queda claro que la razón legal en lo relativo a las titularidad de las obras de Van der Weyden, El Bosco y Tintoretto la tiene Patrimonio Nacional. Eso no parece dudarlo nadie. Las obras son, de derecho, suyas. Pero de hecho, son del Prado. Y eso sí que parece dudarlo alguien: el propio José Rodríguez-Espiteri, todo un presidente del Patrimonio Nacional al que no le produce reparo utilizar ese patrimonio como moneda de cambio, perdón, como arma arrojadiza porque ¿qué le daría él al Prado a cambio de esta hipotética y rocambolesca mudanza de obras maestras? ¿Unos carruajes y unos tapices? Ejem, deben de carraspear en los despachos del Prado. Y ejem, deben de rumiar ya en sus gabinetes los expertos en conservación de pintura. ¿Y cuánto costaría, en euros, cada traslado de cuadros entre museo y museo? ¿Y cada reparación en caso de daño pictórico durante el traslado? ¿Cuánto en euros? Pero sobre todo ¿cuánto en imagen? ¿Estamos dispuestos a jugar al pingo-pango y a la gymkana callejera por el centro de Madrid con las obras maestras de estos genios absolutos de la Historia del arte? Es una posibilidad. Pero si se llega a ese punto, asúmase como lo que es: el regreso al país de Locomotoro y el abandono grotesco de toda razón profesional y científica en lo cultural.
Llevarse del Prado El Descendimiento de Van der Weyden, aun con la ley en la mano, sería como si Erik el Belga hiciera butrón y se apoquinara Las meninas por la jeró. Delito (moral). Sainete. Burla. Esas cuatro obras mayores del genio creador, ansiadas ahora por Patrimonio para un museo que alguien se sacó de la manga y ahora tiene que rellenar por narices— sólo tienen sentido en su contexto. Y su contexto se llama El Prado.
Fue Franco en el 43 quien decidió —avalando una decisión anterior del Gobierno de la República— que estas pinturas pasaran sus días y sus noches en el Edificio Villanueva. Y los dos tuvieron razón.
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