Elogio de lo pequeño
La ópera de cámara 'Fantochines', de Conrado del Campo, se rescata del olvido
A fuer de no recordarlo, el pasado se olvida, pero existió. Así ha venido a constatarlo la feliz recuperación de Fantochines, una ópera de cámara que conoció un gran éxito en su momento (se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1923 y se programó el año siguiente en el Teatro Real) y llegó a interpretarse incluso fuera de España. Tras múltiples reposiciones, la Guerra Civil, como sucedió con tantas otras cosas, la dejó sumida en el limbo del olvido. Su autor era un músico a la vieja usanza, activo por igual en su triple condición de enseñante, creador e intérprete, en su caso como un más que notable violista. Pero aquella Generación de los Maestros (Julio Gómez, Óscar Esplá, Jesús Guridi, el propio Del Campo, por supuesto) ha quedado embutida y arrinconada entre los logros de Albéniz, Falla o Granados y los primeros brotes de la vanguardia, que llegaría impulsada justamente por sus propios discípulos.
Desde su título mismo, en Fantochines todo es pequeño: la leve trama argumental, el reparto vocal (tres cantantes), el grupo instrumental (quinteto de cuerda, flauta, xilófono y piano), el escenario en que se desarrolla la mínima acción. Pero tras esta resurrección, auspiciada al alimón por la Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela, se adivina un gran trabajo. En primer lugar, de preparación de la partitura, que estaba aún inédita; en segundo, de transformación del parco escenario del salón de actos de la Fundación en un tablado teatral para ubicar a cantantes e instrumentistas; y, por último, de elaboración de todo el montaje escénico-musical, algo que, por engañosamente sencillo que parezca, siempre consume un sinfín de horas de trabajo colectivo.
FANTOCHINES
Autor: Conrado del Campo.
Autor: Conrado del Campo.
Sonia de Munck, Borja Quiza, Fabio Burrutia.
Solistas de la ORCAM.
Director de escena: Tomás Muñoz.
Director musical: José Antonio Montaño.
Fundación Juan March. Del 12 al 15 de marzo.
La caja escénica blanca representa una Venecia estilizada, una imagen reforzada a la derecha por el solitario caperol de proa de una góndola. En su interior maniobran, muy bien manipulados, los títeres del título y asoman manos que alargan objetos a los personajes en la rampa frontal. No hay nada de la “perfecta arbitrariedad” que percibió Adolfo Salazar en la escenografía del estreno, sino una extrema sencillez perfectamente sincronizada. Leves guiños remiten al presente (el selfie inicial del Titerero), pero Tomás Muñoz ha preferido atenerse al texto y mantener la acción “en la patria y en los años de Casanova, el caballero libertino”, como reza el libreto.
En lo musical hay que dejar constancia de la extraordinaria calidad de la partitura. La escritura instrumental atesora constantes atisbos del sabio cuartetista que fue Conrado del Campo y numerosos pasajes poseen un dejo de la densidad armónica y las texturas de Richard Strauss. Y tan o más interesantes son las líneas vocales, que rehúyen lo fácil y manido para seguir de cerca las inflexiones del texto y engarzarse con las filigranas que van tejiendo los instrumentos: en ningún momento, dicho sea sin desdoro del género, suenan a zarzuela, sino a una pequeña gran ópera. Sonia de Munck y Borja Quiza cantaron con soltura y suficiencia técnica, incluido ese difícil Do sostenido agudo que lanza Doneta cuando “jilguerea” una romanza. Fabio Burrutia declamó con desparpajo como Titerero y nasalizó la voz con gracia para encarnar a Doña Tía desde detrás del escenario. José Antonio Montaño concertó bien, aunque sin gran chispa, y las dinámicas tendieron a sonar en exceso uniformes. La partitura es rica en gradaciones y contrastes, pero abundó el mezzo forte. La excepción fue el piano de Borja Mariño, que protagonizó los mejores y más sutiles detalles musicales de la representación.
Algunos podrían calificar la vuelta a la vida de estos Fantochines de un fruto de lo que a veces se ha llamado “musicología en acción”. Otros preferirían referirse a un sanísimo ejercicio de recuperación de la memoria histórica. Tampoco faltaría quien viera en la obra uno de los eslabones perdidos de la tradición operística nacional. Y todos tendrían razón.
Babelia
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