Pérez-Reverte: “He llegado a ver que la gente buena existe”
El escritor narra en 'Hombres buenos' la emocionante y conmovedora aventura de dos académicos enviados a conseguir la Encyclopédie al París de finales del XVIII
Arturo Pérez-Reverte me cita a una hora más propia de un duelo que de una entrevista. Lo cual tiene, me digo, su lógica pues su nueva novela, la por tantos motivos apasionante Hombres buenos (Alfaguara), se abre con la evocación de un prado al amanecer, con escarcha, difuminado de neblina, sobre el que dos figuras en calzón ceñido y mangas de camisa se observan atentamente desde la afilada punta de sus espadas. Un asunto grave, sí. Son los predios de Scaramouche, de Barry Lyndon, de Los duelistas. Terreno muy perezrevertiano donde va a arrancar con el tintineo agudo de las hojas y el más sordo de las cazoletas esta insólita aventura. Una aventura de libros, ideas y amistad, con buenos y malos, una búsqueda, un itinerario jalonado por posadas, lances y emboscadas y teñido de peligros.
Dos elementos marcan la diferencia de estos Hombres buenos con la gran aventura canónica de Dumas, Stevenson, Féval o Mac Orlan, pienso mientras tomo asiento junto al escritor, en envidiable estado de revista y de excelente humor, investido de una nueva bonhomía. Una es la identidad de los héroes: dos miembros de la Real Academia Española, nada menos, entregados a la extravagante misión de viajar de Madrid a París para conseguir los 28 tomos de la prohibida Encyclopédie de D’Alambert y Diderot (estamos por supuesto también en un campo propio de Pérez-Reverte: el libro peligroso). El otro elemento diferenciador es la forma de narrar la historia: alternando la trama propiamente dicha —en el siglo XVIII— con la peripecia creativa del autor mientras da forma a su novela en la actualidad.
Empiezo preguntándole por los múltiples vericuetos de la historia, en la que se mezclan inextricablemente —a no ser que tires de enciclopedia (precisamente) o Google— personajes reales e inventados, históricos y actuales, situaciones verdaderas y ficticias. A destacar los cameos, pasados y presentes: te puedes topar con Marat como sangriento barbero o con Paco Rico. “Es todo un juego entre verdad y mentira, el reto era hacerlo creíble”. El escritor aparta la repregunta con un gesto y abre la guardia para trazar una visión panorámica de la novela. “Es una obra muy adecuada para tiempos como los actuales, una novela que presenta la amistad y la cultura como elementos de consuelo en época de crisis, un verdadero canto a la amistad y la cultura”. Explica que los diálogos de la trama histórica están todos inspirados en conceptos de Diderot, Rousseau, Voltaire, Moratín. “He transformado sus textos en diálogos para mis personajes. Así que en ellos, por su boca, hablan realmente los clásicos del XVIII”.
Y es que, considera Pérez-Reverte, “el XVIII es muy actual, es asombroso cuando lees a esos autores lo actualísimos que resultan, y lo útiles para el presente”. El escritor marca la diferencia entre la novela histórica al uso y “la que permite entender nuestro propio tiempo”. En ese sentido, Hombres buenos pretende que “la luz del XVIII ilumine el presente”. Es “un manual de supervivencia cultural y afectiva enraizado en el XVIII”.
El eje fundamental de la historia es la amistad que va surgiendo durante el azaroso viaje entre los dos protagonistas, esos dos buenos entre los buenos, que son el bibliotecario Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate, los dos maduros (ya sexagenarios) académicos comisionados para hacerse con la Encyclopédie de 1751 a fin de llevar los saberes y las luces del progreso a la España de su tiempo. Una noble misión que los conducirá a enfrentarse a bandidos o frecuentar librerías de lance donde se venden obras pornográficas bajo el sello de “filosofía”. “Caracteres muy distintos, los protagonistas se van conociendo y apreciando, y consiguen conciliar sus diferencias con el diálogo, debatiendo sobre fe y razón”.
La relación evoluciona hasta cimentar una amistad mayúscula, con momentos entrañables. Las preferencias de Pérez-Reverte, no puede evitarlo, se inclinan por el sobrio y asceta almirante, veterano del combate de Tolón, “un marino culto, newtoniano, de una estirpe que era admirada hasta por los ingleses; uno de los Churruca, Gravina, Malaespina, esa Marina ilustrada nuestra que pudo ser ariete de una España futura, arrinconada por la reacción, por la guerra de independencia, por Trafalgar… ”.
La idea de la trama surgió de la existencia real de una colección de la Encyclopédie en la Real Academia. “Llegó a España en una época en que estaba prohibida, así que me pregunté cómo había sido posible. Empecé a preguntar a los abuelos de la RAE y fue apareciendo la historia”. Lo de la alternancia de pasado y presente… “Era una novela muy compleja, con mucha información. No podía llenarla todo el rato de referencias laterales, necesitaba mecanismos para aliviar ese flujo de información y hacer elipsis. Colocar a ese narrador que iba explicando cómo construía la novela me facilitaba ejecutarla de una manera muy complicada estructuralmente y me permitía integrar al lector, ir junto con él, compartir la búsqueda de pistas y datos, hacerle salivar conmigo en el envés de la trama”.
En todo caso, Pérez-Reverte, tan enemigo de dar pistas personales sobre sí mismo, recalca que él no es el personaje del narrador. “Es un tipo que se me parece a mí, pero no soy yo. Es un artefacto narrativo”. El narrador es, como él, académico, bibliófilo, fan de Los tres mosqueteros, novelista de éxito con títulos que recuerdan poderosamente a los del propio Pérez-Reverte, y que se deja guiar por los mayores de la Academia que le orientaron a él en sus primeros pasos en la institución. “De ese afecto y respeto de académicos a la antigua, Gregorio Salvador, Mingote, surgió el contexto de esta novela. Que en buena medida es mi historia de amor con la Academia. Don Pedro Zárate está inspirado en el almirante Eliseo Álvarez-Arenas, un hombre muy excéntrico y elegante, un sabio en cosas de la mar, que fue muy afectuoso conmigo: éramos los dos marinos de la Academia”.
La novela pretende que la luz del Siglo XVIII ilumine el presente. Es un manual de supervivencia cultural y afectiva"
Apunto que don Pedro es el personaje que más se parece a Pérez-Reverte, por sus valores, expresiones y escepticismo. “Cosas mías hay en todos, pero ese pasado de marino le hace más dado a afrontar los problemas. Su compañero Hermógenes es más un alma buena simplemente. Un corazón generoso. Está orgulloso de su amigo. Eso es muy loable en un país como España, en el que la envidia es el rasgo nacional”. El novelista insiste en que Hombres buenos “es sobre todo una historia de amistad”. Él mismo parece sorprendido de la intensidad de ese vínculo en la novela. “Vivimos en un mundo tan frío que es conmovedor ver cómo se va llegando a eso, a expresar ese sentimiento, siempre sin perder el decoro”.
El desmedido abate Bringas, autor de un opúsculo sobre el onanismo, que hace de intermediario y virgilio de los dos académicos por el París prerrevolucionario (del que el autor realiza una descripción documentadísima), es uno de los personajes más singulares de la novela. “Está basado en el abate Marchena, que fue revolucionario en París, lo he llevado más allá, a un extremo de fanatismo muy español. Me gustó colocar a esos dos académicos tan circunspectos en manos de un descerebrado”.
Los villanos son capítulo aparte. “Necesitaba un contrapunto de los hombres buenos, unos hombres malos que son los que procuran que la misión fracase. Tanto perjudican los fanáticos revolucionarios y demagogos como los representantes de la reacción. La utopía inaplicable, la demagogia buenista, ha hecho mucho daño en España”. Para Pérez-Reverte, la solución a los problemas de España pasa por cultura, diálogo y buena voluntad. “Nunca hubo otra solución que caminar juntos”.
El novelista quiere que el lector sea tan feliz leyendo su relato como él lo ha sido escribiéndolo (calculando, por ejemplo, con minuciosidad leguas y millas, o describiendo un encuentro con Benjamin Franklin) y se sienta “mejor persona” tras acabarla. Amistad, felicidad, bondad son conceptos que resultan poco habituales en boca de Pérez-Reverte. Así que, carraspeando, le pregunto por el infame Raposo. “Ah”, sonríe con recuperada fiereza, “es el más revertiano de la función, la quintaesencia de mis malos, putero, violento”. Raposo es un viejo jinete de caballería metido a oficios broncos y hábil con la cachicuerna, con un pasado que dará mucho juego. Pero de nuevo vuelve el escritor a la amistad, como quien ha descubierto nuevas latitudes en un mapa olvidado. “Al final la palabra que define la novela es amistad”. Me resisto a no recoger aquí un pasaje de la novela que ofrece una bellísima descripción de la amistad: “Fragua así, despacio, el vínculo solidario, cada vez más estrecho, que es común a las naturalezas nobles cuando éstas se aproximan a causa de compartir imprevistos, afanes o aventuras”. He ahí una amistad de mosquetero, o de académico.
“El duelo, ¿qué te ha parecido?”. Espléndido, le digo. Puedes notar el terreno arteramente resbaladizo bajo los pies, el miedo y la excitación entrando en los pulmones con cada bocanada de aire matutino. Esa omnisciencia que se apodera de ti en los momentos de peligro. Por no hablar del lujazo que es poner de padrino a Choderlos de Laclos. Pérez-Reverte asiente. “Esta novela me ha dado dos años de felicidad, felicidad de autor y de lector, moviéndome con mapas, identificando lugares, trazando itinerarios y, de la mano de mis queridos escritores del XVIII, buscando frases para que las dijeran mis personajes. Un trabajo apasionante”.
“Yo soy escéptico, más bien duro, amargo, al juzgar al ser humano”, continúa el escritor. “Pero esta novela me ha hecho un efecto terapéutico al obligarme a ponerme en el lugar de gente buena. He llegado a ver que la gente buena existe y que es posible vivir instalados en la cultura, el diálogo, la amistad, la educación y la esperanza. El almirante y Hermógenes me han convencido. Ahora hablo del ser humano con menos dureza”.
Volvemos al tema de los cameos, hay muchos, por ahí andan José Manuel Sánchez Ron, José González Carrión y otros amigos (y velados enemigos), “académicos reales, amigos reales, como tú”. Es raro hablar con un escritor que te ha convertido en personaje, te da como un cariz inmaterial. Aparezco en un pasaje de la novela como periodista y esgrimista que asesora al autor para el duelo. Lo cual es ficticio. He traído a la entrevista, por crear ambiente, un libro que era de mi abuelo, Teoría y práctica de la esgrima, de Pedro Carbonell (Madrid, 1900), maestro de armas de Alfonso XIII. Nos inclinamos golosos sobre las ilustraciones y Pérez-Reverte indica que este Carbonell era el hijo del que dio lecciones a Blasco Ibáñez para batirse en duelo. Ah, lo dices en la novela, le señalo al escritor, que alza divertido la cabeza y matiza: “No, lo dices tú”. Es cierto, ¡lo dice mi personaje! Nos miramos sonriendo.
“La amistad es lo que nos salva”, concluye Arturo Pérez-Reverte. Y no parece que se pueda añadir nada mejor.
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