René Lavand, príncipe de la baraja
Fue uno de los mejores ilusionistas del mundo en el arte del ‘close up’
Para ser quien fue —uno de los mejores ilusionistas del mundo en el arte del close up, como se llama a la magia de cerca hecha con naipes y objetos pequeños—, René Lavand —nacido Héctor René Lavandera en septiembre de 1928, en Buenos Aires, y fallecido el 7 de febrero de 2015 en la ciudad de Tandil— tuvo que perder mucho. En febrero de 1937 tenía 9 años, y vivía con su familia en un pueblo llamado Coronel Suárez, cuando aceptó el desafío de unos amigos: cruzar la calle. Él, hijo único y sobreprotegido, jamás había cruzado solo, pero esa vez lo hizo y el destino le saltó al cuello con la furia de un diablo: un auto lo atropelló, le aplastó el antebrazo derecho contra el cordón de la vereda, y tuvieron que amputarlo por debajo del codo. La rehabilitación —era diestro, perdió la mano derecha— fue dura pero él, traccionado por una voluntad olímpica, no se conformó con aprender a usar la que quedaba —inhábil, izquierda— para lavarse los dientes o atarse los cordones, sino que le impuso una tarea titánica: la de mutar, de torpe, a extremidad dotada de destreza exquisita. Así, empezó a practicar juegos de cartas que ya lo habían deslumbrado a los 7 años, después de ver, en un teatro, a un mago llamado Chang.
Al principio, los naipes resbalaban y se le caían, pero a los 17 ya los dominaba razonablemente bien. La vida, sin embargo, se puso difícil. Su padre murió y él, con 18, tuvo que empezar a trabajar. Entró en el Banco de la Nación, donde permaneció una década, pero en 1960 ganó una competencia de ilusionismo y dos teatros importantes de Buenos Aires le ofrecieron formar parte de un espectáculo. Se bautizó con nombre francés —René Lavand—, empezó a vestir frac y moñito —y a desarrollar ese aire de fullero del Oeste americano o dandi de película de James Bond— y, mientras su mano implacable manejaba las cartas sobre el paño, él, con voz profunda, enhebraba relatos en los que citaba a Borges, a Shakespeare, a García Márquez. Aunque no los había leído nunca —“yo leo poquísimo”—, dejaba caer las frases con la autoridad de quien conoce las obras completas.
En 1961 lo invitaron a presentarse en el Ed Sullivan Show y en el programa de Johnny Carson, en Estados Unidos. Desde entonces, devino un ilusionista ante el que se prosternaron colegas de todas partes. “Yo no me creo talentoso”, decía. “Creo que soy un hombre que transpira mucho. Uno tiene que trabajar para mecanizar la cosa, y asegurarla de tal manera que no pueda fallar (...) Todas las técnicas que uso son técnicas de tahúr. Mezclas falsas, enfiles, dadas de segunda, de tercera, de cuarta. (...) Yo jugué, por plata, entre mis 18 y mis 21, 22 años (...) Pero (...) dejé. Porque una cosa es burlarse de la gente y otra la bella y sutil mentira del arte”.
En el escenario —y en la vida— mantenía la mano derecha en el bolsillo, lo que le daba un aire reservado, distante. Jamás quiso una prótesis moderna (usaba una de madera, que cierta vez le partió en la cabeza a un hombre que maltrataba a una mujer mayor), y nadie lo escuchó lamentarse por lo que le faltaba. “Es muy puteador”, decía años atrás José Fosco, uno de los dos discípulos a los que Lavand reconocía como tales, “pero jamás lo escuché putear porque le faltaba la mano”.
Si se le preguntaba por qué no había tenido más discípulos, Lavand decía: “Porque estoy harto de los discípulos que no quieren admitir que no saben nada. El discípulo llega acá con un desconocimiento inconsciente: no sabe nada, y ni siquiera sabe que no sabe nada. Trabaja, se esmera, transpira, y llega a tener un desconocimiento consciente: no sabe nada, pero sabe que no sabe nada. Después trabaja, se esmera, transpira: ahora sabe, y sabe que sabe. Pero debe trabajar todavía mucho más, esmerarse y transpirar hasta lograr un conocimiento inconsciente: hasta haber olvidado que sabe. Entonces, y sólo entonces, el conocimiento habrá llegado al músculo. Y hasta que no llega al músculo, el conocimiento es sólo un rumor. Pero hay poca gente dispuesta a hacer ese camino: lleva décadas”.
No era un entretenedor, sino un artista que se arrojaba al vacío buscando el gesto perfecto capaz de aniquilar la incredulidad de los hombres. En busca de ese gesto modificó un clásico juego de close up llamado Agua y aceite: tres cartas rojas y tres cartas negras que, dispuestas en forma alternada, terminan siempre juntas, las rojas por un lado, las negras por el otro. Si se dice que la magia es posible porque la mano es más rápida que la vista, Lavand dinamitó esa creencia al hacer su versión de Agua y aceite, que llamó No se puede hacer más lento. Con movimientos de lentitud exasperante, las tres cartas negras y las tres cartas rojas terminaban unidas bajo el embrujo de su mano inverosímil.
Vivía con Nora, que estuvo con él durante más de tres décadas, en las afueras de Tandil, a 400 kilómetros de Buenos Aires, en una cabaña de troncos llamada La Strega. En esa cabaña decorada con sombreros, candelabros y bastones, pasaba horas repasando sus juegos en “el laboratorio”, una mesa redonda cubierta por un paño verde. Tenía cuatro hijos de dos matrimonios anteriores y, en su cabaña, un cartel que decía: “Niños ajenos, sólo disecados”.
Conducía con habilidad un Audi último modelo, con caja automática y sin adaptación especial. Era obsesivo, educado, dueño de la discreción de quien guarda secretos, valiente, blasfemo gozoso —“yo no digo que no exista Dios. Digo que, si existe, es un jodido”— y cascarrabias de manual: “Soy un hombre de reacciones, soy un paranoide. Yo soy un hombre que ha tenido un accidente duro y reacciono en consecuencia”.
No había sitio de América Latina donde no fuera conocido, y recordaba con afecto a los magos Juan Tamariz y Arturo de Ascanio, que lo habían ayudado mucho en España, país que había visitado por primera vez en 1982 y donde, se jactaba, la gente era capaz de recorrer 500 kilómetros para ver su actuación. “Yo podría vivir en cualquier lugar, pero todo hombre debe tener un lugar al que volver. Y Tandil es mi vértice”.
Viajaba por el mundo con una maleta en la que llevaba todo lo necesario para hacer su arte: un mazo de cartas de cinco dólares. Había practicado esgrima, y era un talento, pero dejó por miedo a lastimarse la mano: la portentosa mano que quedaba. José Fosco, su discípulo, decía: “Es el mejor con un mazo de cartas. Un esgrimista. Puede dudar, pero cuando da una estocada, mata. Es un escorpión. Infalible”.
René Lavand murió el 7 de febrero de 2015 cerrando un círculo extraño: fue otro día de febrero, 78 atrás, cuando aquel accidente le quitó la mano y le dio, al mismo tiempo, en un gesto cruel y perfecto, todo.
Babelia
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