Pamplona: el arte estalla en el campus
La ciudad acoge el primer museo universitario español dedicado a la creación plástica El edificio, obra de Moneo, alberga la colección de María Josefa Huarte
A la vera del Homenaje a Bach de Jorge Oteiza, colosal talla en piedra caliza blanca de 2,72 por 4,74 metros, Rafael Moneo (Tudela, 1937) exhibe con el pudor que le define su satisfacción ante la última de sus criaturas, el Museo Universidad de Navarra. El décimo contenedor de arte en la carrera del único poseedor español del premio Pritzker de arquitectura es un híbrido tan bien pensado y concebido en el fondo como ejecutado en la forma. Un híbrido tan racional como seductor que materializa a las claras —con insólito carácter pionero en España— lo que debería ser práctica común en un país que se autoconsidere serio de verdad: la coincidencia en recursos, objetivos, imaginación y afanes políticos a la hora de poner en marcha dos esferas habitualmente divergentes en España: la educación y la cultura.
No basta con tener un ministerio que se llame así, Educación y Cultura (y Deporte). Luego, para ser consecuentes con las nomenclaturas, hay que poner en marcha una maquinaria ambiciosa y con ideas encaminada a la evidencia última: que solo un sólido sistema educativo desde la cuna o casi desemboque en la posibilidad real (y no solo estética, de guateque) de un auténtico goce de las formas y prácticas culturales. Si no, como es el caso tantas veces en España, se acaba en la cultura como capricho y como instrumento, y, en general, en los infernales aunque lúcidos renglones de aquel inolvidable artículo publicado por Rafael Sánchez Ferlosio en las páginas de EL PAÍS en 1984: La cultura, ese invento del gobierno.
No es un invento la cultura en el nuevo museo de arte contemporáneo de Pamplona, donde conviven Picasso y Rothko, Oteiza y Tàpies, Palazuelo y Chillida, Gerardo Rueda y Kandinsky… ilustrísimos inquilinos, todos ellos procedentes del legado que María Josefa Huarte, hija y nieta de empresarios coleccionistas de arte moderno, donó en 2008 a la Universidad de Navarra. Y donde descansa, desde ahora, el legado de José Ortiz-Echagüe, fundador de Seat y uno de los maestros incontestables de la fotografía pictorialista. Son estos dos —la colección Huarte y el legado Ortiz-Echagüe, donado a la Universidad en 1981— los ejes que vertebran los fondos del nuevo museo, inaugurado ayer por los Reyes en una jornada que llevó al campus de la Universidad de Navarra a más de 1.500 invitados.
Y no es un invento la cultura en este museo, que ha costado 22 millones de euros; debajo del auditorio con capacidad para 700 espectadores, hay estudios, talleres, aulas de enseñanza. ¿De enseñanza de qué? De materias relacionadas con las pinturas, las esculturas, las fotografías o los pentagramas que se expondrán sucesivamente en el edificio de Moneo. Los alumnos de Humanidades, de Psicología, de Filosofía, de Comunicación, o los del ya activo Máster en Estudios Curatoriales, podrán reflexionar y trabajar aquí sobre el arte que se enseña aquí.
Familia de constructores y mecenas
La inauguración del Museo Universidad de Navarra, que desde hoy y durante un mes mantendrá una política de puertas abiertas, se enmarca de forma indisoluble en el recuerdo de una de las manifestaciones que, hace ahora 42 años, cambiaron la relación de España con el arte moderno y las vanguardias: los Encuentros de Pamplona de 1972. Auspiciados (y costeados) por los Huarte, la misma familia de constructores y coleccionistas de arte que ahora han impulsado el nuevo museo por medio de María Josefa Huarte, los Encuentros llevaron a la España franquista del 72 -y en concreto a la Pamplona gris y adormecida del 72- cosas como la música de John Cage, el nuevo Arte Vasco, las locuras del Equipo Crónica o directamente la ignominia de unas carpas hinchables de colores frente a la fachada del mismísimo Gobierno Militar.
Casi nadie daba crédito de lo que allí ocurría: en pleno tardofranquismo, melenudos sedientos de caña cultural alternaban con señoronas del régimen en los espectáculos y exposiciones de aquella insólita 'kermesse'. Estallaron dos bombas. El partido Conmunista trató de evitar que los Encuentros se celebrasen porque justificaban, de algún modo, la celebración de la cultura en un país que no la permitía. Los Huarte, empresarios navarros de la construcción, coleccionistas, mecenas y productores de cine de vanguardia, se convirtieron en eso, en vanguardistas 'avant la lettre' y propiciaron una de las manifestaciones más estrafalarias, necesarias y, a la postre, decisivas de cara al futuro cultural de un país.
¡Arte contemporáneo incrustado en un campus! ¡Y profesores, artistas y críticos de arte enseñándolo a los alumnos in situ! Una primicia, por increíble que parezca. Un buen punto de partida, si uno se cree de verdad las palabras pronunciadas ayer por el Rey Felipe VI en Pamplona: “No podemos conformarnos con conservar; tenemos que animar y promocionar la creación artística en todos sus niveles”. ¿El educativo, por ejemplo?
Sí, de acuerdo, la Universidad de Navarra, privada y gestionada por el Opus Dei, genera suficientes recursos económicos propios para un museo así. El caso es que ahí están, traducidos en un modelo de museo inédito en España. El nuevo museo de Pamplona no cuenta, a día de hoy, con apoyo público pese a ser un centro de arte abierto a la ciudad, “aunque no hemos perdido la esperanza”, dijo el rector de la universidad, Alfonso Sánchez-Tabernero. De hecho, la primera idea de María Josefa Huarte fue relacionar su legado con las instituciones públicas, instalándolo en un museo de nueva planta situado en el centro de Pamplona, concretamente en el parque de La Ciudadela. Pero un informe de Bellas Artes impidió la construcción allí de un edificio nuevo. Así que aquella señora, tan sensible como impulsiva y siempre vestida de Balenciaga —y que ayer no pudo estar en Pamplona por su delicado estado de salud— buscó otros socios, esta vez privados.
Una de las exposiciones inaugurales del nuevo centro, la breve pero apabullante The Black Forest, de Íñigo Manglano-Ovalle, planta en medio de la sala dos monumentales cubos revestidos de madera de pino de Nueva Zelanda, previamente carbonizada mediante la milenaria técnica japonesa del Shou Sugi-Ban. Inquietantes, breves, monumentales, los dos cubos funcionan, en palabras del propio Rafael Moneo, fascinado ante la propuesta, “como las dos Torres Gemelas, porque funcionaban así, las dos juntas, no una sola, pues lo mismo pasa con estos cubos”. Las otras muestras inaugurales son las dedicadas al artista navarro Carlos Irijalba, a las fotografías del Rif del propio Ortiz-Echagüe y a los calotipos de algunos pioneros de la fotografía como Clifford, Delaunay o Claudius Galen Wheelhouse.
Cabría decir que este museo de Rafael Moneo es un poco como Rafel Moneo. La sobriedad y pureza de líneas, la disposición racionalista e incluso grave del hormigón poroso, el basalto y la madera de roble a lo largo de los 11.000 metros cuadrados (3.000 de espacio expositivo) y la sensación de estar —si se mira desde fuera— ante un edificio mucho más pequeño y aéreo de lo que en realidad es, no esconden lo más importante: un interior que alterna poesía y disrupción. Laberintos de piedra, sobrio roble, espacio vaciado en la estela de Oteiza (“del que algo hemos aprendido con el paso del tiempo”, admite Moneo).
Un insólito, inédito, atractivo museo de arte moderno abierto a la Universidad y a la ciudad. Quién sabe si un pequeño Pamplonenheim.
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