Beethoven, Wagner y el alma llanera
En el Auditorio Nacional el anuncio del concierto de Dudamel con la orquesta Simón Bolívar de Venezuela, interpretando obras de Beethoven y Wagner, había levantado una gran expectación. No defraudaron.
Lo primero que sorprende de Dudamel y la orquesta Simón Bolívar es el nivel de madurez que han alcanzado en pocos años. Bien es verdad que a la sombra del proyecto solidario propiciado por el Sistema de orquestas infantiles y juveniles de Venezuela, se han batido en los frentes musicales más prestigiosos del planeta y en todos han salido airosos, incluso en la cátedra orquestal de Lucerna o en festivales tan emblemáticos como el de Salzburgo.
GUSTAVO DUDAMEL Y ORQUESTA SIMÓN BOLÍVAR
Obras: Beethoven —Quinta sinfonía— y Wagner —fragmentos de El anillo del Nibelungo—. 30º aniversario de la revista 'Scherzo', con patrocinio de EL PAÍS. Auditorio Nacional, 20 de enero.
Siguen siendo jóvenes, siguen transmitiendo una ilusión contagiosa, siguen desprendiendo una energía volcánica en sus interpretaciones, pero ya está fuera de sitio seguir tratándoles con paternalismo por ser quienes son, venir de donde vienen y estar dando al mundo un ejemplo de compromiso social a través de la música. La Simón Bolívar es en este momento una orquesta de primerísima calidad y su director ha asimilado al máximo las enseñanzas de los maestros con los que ha tratado —especialmente Claudio Abbado, de quien conserva algunos gestos y hasta la actitud de no saludar en solitario salvo en contadísimas ocasiones, y del siempre juvenil en espíritu Simón Rattle—, volcando su experiencia en unos músicos con los que está profundamente compenetrado. Así la interpretación de la Quinta, de Beethoven, fue sencillamente impecable. A su estilo, desde luego, pero manteniendo la continuidad, los contrastes y los juegos de tensiones, y alcanzando unos niveles de comunicación y fuerza verdaderamente impactantes.
El Wagner de Dudamel fue fundamentalmente divulgativo. En la sala había un porcentaje de público joven no demasiado habitual en los conciertos clásicos. Seguramente algunos escuchaban fragmentos de El anillo del Nibelungo por primera vez. Los venezolanos se lo pusieron fácil. Se huía de la trascendencia en beneficio de la belleza sonora sin más. Se potenciaba el aire de cómic, de historieta, por encima de la complejidad. Y la verdad es que, así expuesto, Wagner resultaba atractivo, tanto en las páginas más espectaculares como La cabalgata de las valquirias o la marcha fúnebre de El ocaso de los dioses, como en otras más sutiles como la escena de los pájaros del bosque de Sigfrido. Ya como primera propina viajaron, aunque con menos gancho, por el mundo de amor y muerte de Tristán e Isolda. Era inevitable recordar a Abbado, que tanto creía en el proyecto del Sistema venezolano y en un director como Dudamel.
Pocas corbatas en la sala, concentración al máximo. El ambiente regalaba síntomas de rejuvenecimiento.
No se pudieron resistir. El éxito era tan impresionante que, como cierre del concierto, ofrecieron un joropo tan querido y popular en Venezuela como Alma llanera, de Pedro Elías y Rafael Bolivar. Fue el delirio, con una de las ovaciones más intensas que recuerdo en el Auditorio. Parte del público cantó, lloró, soñó y amó. En pie mayoritariamente. Sin importar a nadie qué hora era. Fue un gran día para la música y para su utilidad social. Una fiesta musical y solidaria por todo lo alto. Abbado, de cuya muerte se cumplía precisamente el martes un año, seguro que sonrió con placer desde el reino del silencio.
Babelia
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