La gran magia
Entre otras teorías esotéricas, Javier Tomeo sostenía que no podía ver fútbol en directo porque gafaba los partidos
Estoy en un restaurante de Zaragoza. Sobremesa. Contamos historias de aquel irrepetible personaje que fue Javier Tomeo, como si estuviéramos en el Carnegie Deli haciendo la versión maña de Broadway Danny Rose. Esa noche va a pasar algo grande: Luis Alegre toma la palabra. Luis es un gran narrador, pero hay que verle interpretando este relato que vivió, escribió y ha publicado en Cerca de casa. Gran, gran actuacion. Las pasiones de Tomeo, cuenta, eran dos: las mujeres y el Real Zaragoza. Entre mil teorías esotéricas, Tomeo sostenía que no podía ver fútbol en directo porque gafaba los partidos y el Zaragoza perdía.
Una tarde de 1998 le dice: “Luisito, estoy triste. Ponme en el vídeo el gol de Nayim, a ver si me animo”. Nayim había marcado un gol portentoso en el último instante de la prórroga, que al equipo le valió la Recopa del 95.
Habían visto muchas veces aquel vídeo. Luis iba siempre al momento del gol. Esa vez, el azar le llevó un poco más atrás: al minuto 113 del partido. Y escucharon algo que Tomeo había olvidado: la voz del locutor, José Ángel de la Casa, diciendo: “Hay cambio en el Zaragoza: se va Nayim”. Tomeo se levanta entonces de golpe, con lágrimas de excitación, y le grita al jugador: “¡No, chico, no, ni se te ocurra! ¡Ahora no puedes irte, chico, que vas a marcar el gol de la victoria!”. Luis comprende que Tomeo lo dice absolutamente en serio. Había sido un error del locutor; el gol, claro está, iba a marcarse, ya había sido marcado, pero para él era puro presente. Y en ese presente, Tomeo interviene, el locutor rectifica, Nayim no se va y mete el golazo. “Si no llega a ser por mí, Luisito, el chaval no mete gol”, dice, derrumbándose en el sofá con el agotamiento del deber cumplido.
Yo miro a Luis, poseído, convertido en Tomeo, la voz potente y temblorosa, los ojos brillantes, y veo dos juegos de lágrimas: las lágrimas de Tomeo, como un dios protector al que su chico se le iba a escapar por la banda, y las lágrimas de Luis recordando a su amigo. Y esa interpretación me evoca el perfil de don Calogero Di Spelta, aquel personaje de La gran magia, de Eduardo De Filippo, al que un mago hace creer que su esposa, que le ha abandonado, está dentro de una cajita, y si la abre se esfumará. Pasan los años, la mujer vuelve, envejecida, a la casa familiar, y Calogero no la reconoce o no quiere reconocerla: su verdadera mujer, joven, anhelada, está en el interior de la cajita que nunca abrió. Si me dicen un día que Tomeo hizo algo así, creyó en algo así, no lo pondría en duda ni por un momento, porque Tomeo parecía inventado por Eduardo De Filippo. Última, quintaesencial paradoja: aquel hombre con tan sorprendente capacidad para entrar en cualquier ficción; aquel hombre que triunfó teatralmente en media Europa a principios de los noventa, detestaba la escena. Se desentendía, daba sus novelas a actores y directores amigos para que las adaptasen. Escapaba de las funciones a los diez minutos, rebufando. Del teatro solo le gustaba la ceremonia, el bullicio de anticipación en los pasillos, el telón alzándose o el paso de la oscuridad a la luz, los aplausos escuchados desde el bar, las tertulias de después. Y desde luego, las actrices.
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